Michael Jackson
Por alguna extraña razón las modas musicales siempre me pillan con el paso cambiado y raramente compro un disco con menos de cinco años de antigüedad. Y cuando en 1983 tuvo lugar el bombazo de “Thriller” un servidor andaba en plena etapa metalera escuchando a Barón Rojo, Leño, Obús y demás tropa de aquella gloriosa edad de oro del rock hispano. De ahí que el disco más vendido de la historia me pasara en principio más bien desapercibido. Lo compré algunos años después cuando comprendí que es uno de esos álbumes que hay que escuchar antes de morir y fue entonces cuando descubrí que te puede gustar o no ese tipo de música, pero resulta innegable que se trata de una gran obra maestra, de una perfección armónica y una brillantez en los arreglos fuera de lo común.
Escribo esto después de digerir la muerte del autodenominado “rey del pop” y leer, ver y escuchar todas las necrológicas escritas en clave de funky que he sido capaz. En un mitómano como yo supongo que es inevitable. Y mientras el común de los mortales se detiene en los aspectos más escabrosos de la personalidad del ídolo, sus debilidades y sus excentricidades, su lado terrenal, los mitómanos entendemos la naturaleza del héroe mitológico, hijo de un dios y un mortal. Y en su vertiente divina es innegable que Michael Jackson fue uno de esos pocos elegidos que nacen cada muchos años, tocados con el don de la genialidad artística, inaccesible a cualquier hijo de vecino.
Pero como viene ocurriendo desde que el mundo es mundo, la maldición del ídolo consiste en ser castigado en su soberbia con una soledad de espíritu desgarradora. Ulises volvió a Ítaca tras años de viaje solo y vestido como un anciano vagabundo. En el fondo, el sino del héroe consiste en tenerlo todo y, en realidad, no tener nada.