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TODO A PULMÓN

La historia de Bartolo

Bartolo era poco menos que el tonto del pueblo. Vivía solo en una “casa” (por llamarla de alguna manera) en mitad de la sierra sin luz, ni agua corriente, acompañado únicamente por pavos, pollos y un par de cabras. Éstos, junto con el puñado de árboles frutales y hortalizas que cultivaba en su pequeña huerta, le procuraban lo necesario para subsistir.

  

En otro tiempo, según me contó, estuvo casado con una hermosa moza del pueblo vecino. Hasta que ella quedó embarazada, como todo el mundo en el pueblo sabía, del cura párroco de la localidad. Y entre el alcalde y demás poderes fácticos convencieron a Bartolo, pese a las dudas más que razonables que albergaba sobre su paternidad, de que diera sus apellidos a la criatura, aunque nunca llegó a conocerla. Su mujer le abandonó al poco de dar a luz, y nuestro personaje se convirtió en el hazmerreír de sus vecinos, hasta el punto de tener que abandonar la casa que habitaba en el casco urbano y marchar a la casucha de la sierra que había heredado de su padre. Años más tarde recibió una citación del Juzgado para “firmar la separación”. Es lo último que supo de su mujer.

  

Los niñatos del pueblo, en sus noches de borrachera, no tenían otra diversión que ir a molestar a Bartolo de madrugada lanzando piedras a las ventanas y matándole algún que otro pollo o gallina con cuya sangre pintaban la puerta. Harto de plantear denuncias que siempre eran archivadas decidió vallar su pequeña propiedad, para lo que tuvo que vérselas con el cacique del pueblo, con el que lindaba, ante los juzgados. Pero como David contra Goliat, Bartolo ganó, y por un tiempo recuperó el respeto de sus convecinos.

  

Poco le duró la alegría, pues la alambrada se reveló obstáculo insuficiente para los gamberros, que continuaron con sus fechorías. Harto y aquejado de graves problemas de salud, decidió a sus sesenta y cinco años vender la finca y marchar al norte, donde residía su hermana, buscando el calor y cariño de la familia que nunca tuvo. Obtuvo un buen precio por la venta y, cuando al fin se disponía a dejar atrás su maldita localidad natal, recibió la visita de unos parientes que, conocedores de su nueva liquidez tras la venta, le rogaron el préstamo de casi la totalidad del precio al estar pasando graves dificultades económicas, y prometiéndole su devolución en pocos meses. Bartolo, cuyo corazón e ingenuidad no caben en toda la sierra, accedió.

  

Por supuesto no se lo devolvieron. Al borde de la indigencia, consiguió ingresar en distintos centros de las “Hermanitas de los Pobres”, a cambio de su exigua pensión de invalidez, en tanto se tramitaba el proceso contra los parientes que lo estafaron. Sin embargo, Bartolo fue feliz con las monjas, pues se sentía atendido y útil, al brindar toda su ayuda y trabajo en el mantenimiento de los centros.

  

Hasta que otro residente del centro, envidioso de la fuerza física y agilidad de Bartolo pese a su edad, se dedicó a hacerle la vida imposible. Y un día nuestro protagonista no pudo más, se le cruzaron los cables y le puso un cuchillo de cocina en la garganta al que le atosigaba. Fue expulsado sin remisión del centro y se vio literalmente durmiendo en la calle. Poco después fue acogido por una familia cuyo padre, ciego de nacimiento, le utilizaba de lazarillo por las calles de Granada a cambio de comida y techo.

  

Unos meses más tarde ganó el juicio contra sus parientes y cobró al fin lo que éstos le adeudaban. Marchó por fin contento al norte, dispuesto a comenzar una nueva vida con su hermana y sobrinos. Pero ni le abrieron la puerta. No querían saber nada de él. Desolado volvió a Granada. Ahora vive en un piso de alquiler, a la espera de que los servicios sociales le concedan plaza en una residencia pública para ancianos, donde pasar sus últimos días.

  

Bartolo fue mi primer cliente, y siempre que viene por Jaén pasa por el despacho a visitarme. Estuvo aquí ayer y, lo creáis o no, pasamos un buen rato riéndonos y recordando la anécdota del pavo por navidad. Pero esa es otra historia que ya os contaré otro día.

    

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