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TODO A PULMÓN

Un pavo por navidad

pavo vengativoLos comienzos siempre son ilusionantes, y en aquella navidad de 1993 este humilde servidor vuestro tenía buenas razones para ello. Algo más de un año atrás había prestado solemne juramento de ejercer mi profesión “con lealtad a la Constitución y al Rey”, y en el que fuera mi primer pleito adjudicado por turno de oficio acababa de ganar una compleja cuestión de lindes y servidumbres a un poderoso cacique local que fue defendido por un no menos prestigioso letrado de la capital. Así que el debut no podía ser más esperanzador.

Decía mi maestro y mentor, con el que durante más de dos años realicé la pasantía, que “el abogado no sólo debe serlo, sino parecerlo”, en referencia a que la imagen y formas que se deben mostrar en el ejercicio de la profesión son tan importantes o más que los propios conocimientos jurídicos. Así que doquiera que el menda acudía “en acto de servicio” lucía impecable traje y corbata, sin separarme de un enorme maletín negro con combinación secreta de apertura (que en realidad siempre iba más vacío que lleno). Visto hoy guardaba más semejanza con un "blues brother" que con un ilustre jurista, pero comprended que en esa época uno estaba dispuesto a comerse el mundo y a cumplir al pie de la letra las magistrales enseñanzas de tan insigne mentor.  

Como ya habréis imaginado, mi afortunado cliente en aquel pleito primigenio no era otro que Bartolo, cuya semblanza obra ya en episodios anteriores de esta torpe bitácora. Y ambos, abogado y cliente, nos encontrábamos eufóricos por los motivos supra expuestos. Así que no me sorprendió recibir una mañana una llamada suya rogándome que acudiera cuanto antes a su parcela, pues tenía gusto en hacerme un obsequio que él, por carecer de vehículo, no podía transportar hasta la ciudad. No quiso decirme en qué consistía el presente pero yo, conociéndolo, ya me olía de qué iba la cosa.  

Al día siguiente, al haber sido convocado en calidad de abogado, vestí mis galas profesionales, cogí el maletín y me desplacé en el Supercinco (un abrazo, primo) por los sesenta kilómetros que separan la capital de la localidad serrana. Al llegar allí encontré a Bartolo sonriente y aguardándome con los brazos abiertos. Tras comentarme una vez más su alegría por el resultado del pleito y la enorme repercusión que el mismo había tenido en los mentideros locales, señaló eufórico hacia el corral y dijo:

  -          Quiero regalarte uno por lo bien que te has portado conmigo. Elige el que más te guste.  

Aunque, como ya he dicho antes, me lo veía venir, quise, con la vana esperanza de estar equivocado, cerciorarme que se trataba de un pavo a lo que se estaba refiriendo, viéndose confirmados mis temores acto seguido. 

 -          Pero ... ¿vivo me lo voy a llevar?- balbuceé contemplando las miradas atemorizadas de los cuatro o cinco pavos que había en el corral, que también parecían intuir los futuros y sangrientos acontecimientos que se avecinaban.

-          Bueno, si no quieres llevártelo vivo lo matamos ahora mismo, eso no es problema- replicó mi cliente.  

Aquel “matamos” me inquietó bastante y por un momento me sentí como un oficial nazi en un campo de concentración decidiendo cuál de aquellas criaturas iba a terminar sus días en apenas unos minutos. Al final, alegando mi total desconocimiento en temas de ganadería avícola, dejé que fuera Bartolo quien decidiera la identidad del desdichado.  

-          Pues éste mismo -dijo él divertido- que tiene cara de estar dispuesto a morir por Dios y por la Patria.  

Así que sin más miramientos entró en el corral y agarró por el cuello a un enorme pavo negro que enseguida empezó inútilmente a dar zarpazos y abrir las alas de forma violenta, evidenciando naturalmente que eso de morir por Dios, la Patria o la madre superiora no entraba dentro de su ideario político. Sin inmutarse, Bartolo sacó de su bolsillo un trozo de cuerda que, con maestría inusitada y a una sola mano, ató a las patas del animal. Acto seguido enroscó el otro extremo de la cuerda en la rama baja de un árbol, quedando el plumífero inmovilizado en posición de bocabajo, retorciéndose inútilmente en vano intento de liberarse de su atadura y profiriendo extraños sonidos que en su idioma no podían ser sino blasfemias.  

Dejónos Bartolo entonces a solas a ave y letrado y entró a la casa, saliendo segundos después con un pequeño cuchillo de cocina y algo parecido a una pequeña palangana entre sus manos.  

-          Ahora tienes que ayudarme un poco –me pidió-. Coge con una mano la palangana y ponla debajo de la cabeza del pavo para que no se derrame la sangre, y con la otra agárralo del pescuezo para que no se mueva mientras le pego “el tajo”.  

Haré un inciso para advertir que en aquel tiempo uno no estaba tan familiarizado con las costumbres rústicas como lo está ahora, y  la mera previsión de lo que allí iba a ocurrir en apenas unos segundos con mi colaboración como cooperador necesario del pavicidio me producía un pánico infinito. No obstante no me quedaba otra salida que acceder.  

Así que imaginaos la estampa: con todo mi golpe de letrado entrajetado y encorbatado agarrando por el pescuezo a un pavo colgado de un árbol mientras Bartolo lo examinaba detenidamente buscando bajo el plumaje la vena yugular. Al cabo de unos instantes y convencido de haberla hallado, empezó a dar pequeños cortes en el cuello del infortunado animal, que no paraba de retorcerse. Pero sea porque la ubicación no era la correcta, o porque el cuchillo no estaba bien afilado, aquello se demoraba más de la cuenta, el pavo se agitaba cada vez más y apenas caían unas gotas de sangre cabeza abajo a la palangana. Al fin Bartolo asestó la cuchillada decisiva y el pavo, entre convulsiones, empezó a sangrar abundantemente, procurando yo con la palangana en la siniestra que ni una gota se perdiera.  

Quizás debido a la tensión del momento o al tiempo excesivo que duró la ejecución, el caso es que empecé a notar cierto entumecimiento en el brazo derecho al mantener una posición tan contra natura y forzada durante tantos minutos. Así que cuando al fin advertí que el pavo dejaba de forcejear inútilmente por aferrarse a la vida aflojé la tensión de la mano alrededor de su cuello. Pero el infeliz me la tenía guardada, y apenas notó que desaparecía la presión que yo le ejercía pegó un súbito respingo, dio un latigazo con el cuello en el aire y exhaló su último aliento  gritando algo parecido a un “juuuurrrrlllllll” (parece que lo estoy viendo), que en "pavés" debe significar algo así como “¡que os den, maldito par de locos asesinos!”.  

Al agitar bruscamente el cuello en aquel último bramido un copioso chorro de sangre salió despedido hacia mi letrada figura, estampando de rojos goterones el hasta entonces impecable gris marengo de mi traje y alcanzándome incluso en rostro y cuero cabelludo. Bartolo se mostró enormemente contrariado y no sabía el pobre qué hacer, pero a mí, como suele ocurrirme en estos casos, me entró una risa floja que me duró varios minutos.  

Durante el regreso a casa no paraba de imaginar temeroso un posible encuentro con la Guardia Civil y la impresión que produciría a los miembros de la benemérita toparse con un personaje que parecía escapado de una película de Tarantino portando semejante cadáver dentro de un saco en el maletero.   

Afortunadamente no fue así y aquella fue la primera (y la única) navidad que se cenó pavo en casa el día de Nochebuena. Y durante toda la cena no dejé de acordarme de Bartolo y de su más que probable soledad en aquella noche, y a los postres, en pie y copa en mano, propuse solemne un brindis a su salud: “va por usted, Bartolo”.

1 comentario

marienn -

¡¡¡Estupendo!!!... ¡¡¡Genial!!!... ¡Cómo escribes!... aunque por todo lo demás también te queremos!. Tus fans desde siempre.