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TODO A PULMÓN

El Patillas

Supongo que empezar el año con un obituario quizás no sea lo más acertado y hasta puede crear algo de mal rollo, pero créanme si les digo que el personaje al que me dispongo a homenajear lo merece.

Por más que intento hacer memoria no consigo recordar cuál fue la primera vez que entré al Pub Auringis (que es el nombre que los romanos pusieron a esta ciudad mía y que en latín quería decir algo así como "la tierra del oro"; se ve que en aquella época no había tantos olivos como ahora). Pero lo que sí recuerdo como si fuera ayer es la presencia de su dueño, gerente y camarero (como él solía decir) tras la barra, su rechoncha figura con el pelo engominado hacia atrás y las enormes patillas que le daban el aspecto de un bandolero de Sierra Morena jubilado.

El Auringis era un antro cutre y atemporal, ubicado (sería más acertado decir "desubicado") en los viejos y estrechos callejones donde habitan las rancias y centenarias tascas de la ciudad. Bajo la escasa luz del local apenas se distinguían las fotos en blanco y negro del Jaén antiguo que infructuosamente intentaban decorar sus paredes. El olor a tabaco y a ambientador de todo a cien libraban una encarnizada batalla en igualdad de condiciones por imponerse en el ambiente. Más allá de la barra había una especie de reservados donde las parejitas alargaban los tragos mientras se devoraban los morros con nocturnidad y alevosía durante los fines de semana.

A "El Patillas" no parecía importarle nada de eso. Lo único a lo que verdaderamente se entregaba con esmero era a la música que en su punto justo de volumen escupían los viejos altavoces. Quizás por eso me sentí atraído y volvía allí de incógnito, después de dejar a mi novia en casa a las doce, cada sábado por la noche. Fue mi gran secreto.

Posiblemente hasta mi tercera o cuarta visita no intercambiamos más palabras que el pedir la consumición y el qué se debe a modo de despedida. Yo estaba como siempre solo en la barra, sentado en uno de aquellos taburetes de aluminio dorado y asiento de terciopelo azul que parecían sacados de un puticlub de los setenta, degustando un Jack Daniel´s con hielo en vaso ancho, posiblemente no fuera el primero de la noche, y con el paquete de Fortuna a mano. Aquella noche, como siempre, sonaba blues por los altavoces, algo que me chocaba en aquel tipo al que, por las pintas que gastaba, le pegaba más ser un apasionado del flamenco. De repente vino un larguísimo punteo de guitarra que me encogió el corazón. Cuando acabó levanté la vista y me encontré con los ojos del camarero, cuya expresión delataba haber alcanzado el mismo éxtasis que yo con el solo distorsionado de las seis cuerdas.

"Cómo llora esa guitarra, ¿eh?", me dijo.

A partir de ese momento las noches en el Auringis se convirtieron en interminables charlas sobre música con aquel camarero patilludo cuyo nombre no llegué a conocer, ni él el mío. Celoso de su intimidad, sólo llegué a saber que el pub lo había puesto "para tener un sitio donde escuchar la música que le gustaba". Y las músicas que a él le gustaban eran sólo dos: el blues y el flamenco. "Son la única música auténtica. Todo lo demás son mariconadas", solía decir con los ojos entornados mientras daba una calada al Marlboro.

Recuerdo una noche lluviosa entre semana en la que estábamos los dos solos en el pub sumidos en silencio en las notas de un viejo blues, con los cubitos de hielo deshaciéndose en el bourbon y el cenicero atestado de colillas (él sólo bebía cuando no había nadie más en el local, supongo que era un honor con el que me distinguía). En éstas entró un chaval completamente empapado y se acercó a la barra a pedir cambio para sacar tabaco de la máquina, destrozando la magia del momento. "El Patillas" le miró con muy mala leche y le espetó "¿es que no ves que estamos en misa?" y hasta que no acabó el tema lo tuvo allí esperando sus monedas. Así de intensamente vivía aquella música.

Intercambiábamos discos: yo le surtía de los viejos sonidos del delta del Mississippi y él me iniciaba en el maestro Camarón. Hasta que dejé de ir después de casarme, porque mis nuevas obligaciones familiares me impusieron sus inevitables cargas. Un día me lo encontré por la calle y le saludé. "Enhorabuena", me dijo antes de que yo diera más explicaciones, "supongo que ya no vienes porque te has casado, ... como todos". Aquel "como todos" tenía todas las connotaciones de un reproche que me escoció en lo más hondo y, aunque prometí pasarme un día como en los viejos tiempos, nunca lo hice.

Antes de ayer venía la esquela en el periódico, y bajo su nombre aparecía su inequívoco apodo: "El Patillas". Pensaba que sólo yo le llamaba así, y ha resultado ser su nombre de guerra en los ambientes hosteleros del casco antiguo. Por cierto, se llamaba José, ya ven lo que son las cosas: no sólo teníamos las patillas y la melomanía en común.

El solo de guitarra que nos unió aquella noche es el que aparece al final del video. Hoy este llanto de blues está más que justificado.

Descanse en paz, Patillas.

2 comentarios

AlaDelta_ -

Como siempre me has llegado al corazón.. No comment.

marienn -

Que descanse en paz. Y tú... ¡Jopé!... ¡cómo escalofrías, malaje!.