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TODO A PULMÓN

Últimas tardes con Yolanda

Había quedado en recogerla en el bar donde trabajaba como camarera. Era una calurosa tarde de julio y estábamos citados a las seis en el despacho del abogado de su ex-marido para discutir las condiciones del convenio regulador de su divorcio.

 

Me acerqué a la barra y no la vi. Pregunté por ella al dueño, al que conocía de mis frecuentes visitas a esa cafetería, y entró a buscarla. Al cabo de unos segundos ella salió con su ropa de trabajo, pantalón negro y camisa rosa, y el pelo recogido en una cola que caía en cascada sobre su espalda. “Estoy en un minuto”, me dijo con una sonrisa antes de entrar a lo que supuse era el vestuario de los empleados. Los clientes del bar me miraron entre extrañados y envidiosos. Con aquellos inmensos ojos azules enmarcados en una pelirroja melena rizada y salvaje y un cuerpo propio de una modelo Yolanda era, desde luego, el mejor reclamo de aquel negocio para la clientela masculina.

 

Los minutos que tardó en volver a aparecer se me hicieron eternos, y lamenté no haber aceptado la invitación de su jefe a tomar un café durante la espera. Finalmente la puerta del vestuario se abrió y apareció ella más esplendorosa de lo que la había visto jamás. Vestía minifalda y zapatos de medio tacón y una camisa escotada que sin embargo no consiguió distraer mi atención del magnetismo que irradiaban sus ojos brillando de forma extraña bajo los focos de aquel bar. Su pelirroja melena, ahora suelta, eras las llamas ardientes en perfecto equilibrio con aquel angelical rostro levemente maquillado. Por supuesto su aparición no pasó inadvertida al resto de clientes, casi todos hombres, y durante el puñado de segundos que tardó en llegar hasta donde yo me encontraba su taconeo marcó el ritmo cardíaco de todos los que allí nos encontrábamos. “Perdona por hacerte esperar, ¿nos vamos?” dijo sin perder la sonrisa, y mientras me encaminaba a su lado hacia la salida sentí todas las miradas clavadas en mi espalda ... o quizás sería más acertado decir en la suya.

 

Durante el corto trayecto que distaba hasta el despacho donde nos esperaban traté de parecer lo más profesional posible, poniéndola al día de las negociaciones con el compañero contrario y advirtiéndole de cuál debería ser nuestra actitud durante la entrevista. Ella asentía a todo con gesto de preocupación. Me sentí culpable por privar al mundo del espectáculo de aquella sonrisa.

 

La reunión duró poco más de una hora y ella apenas intervino, dejándome hacer a mí en todo momento sin perder el gesto serio. Cuando al fin llegamos a un acuerdo el otro abogado sugirió pasar a su despacho a redactarlo, pero ella declinó la oferta pidiendo esperar en la sala de reuniones. “Qué suerte tienes, cabrón, a mí nunca me tocan clientas así” fue lo primero que dijo mi compañero en cuanto quedamos a solas en su despacho. Evidentemente él también había quedado impresionado por los encantos de Yolanda, algo que yo ya había constatado durante la reunión previa al aceptar él condiciones que jamás pensé que llegara a aceptar, hipnotizado probablemente por el hechizo de aquellos ojos ... o de aquel escote, vaya usted a saber. Por eso le había pedido a ella que me acompañara.

 

Acabados los trámites y firmado el acuerdo abandonamos el despacho de mi compañero, muy a su pesar, y salimos a la calle donde una suave e inédita brisa hacía olvidar los rigores del estío andaluz. “¿Vas para el despacho?” me preguntó y asentí. “Te acompaño, necesito dar un paseo para despejarme un poco”, dijo entonces. Por un lado yo estaba deseando dar por acabado el encuentro por la incomodidad que me producían las miradas más que evidentes que le dirigían todos los hombres con los que nos cruzábamos y que a ella en cambio parecían pasarle inadvertidas. Poco a poco, a medida que avanzábamos, la rigidez fue abandonándome y del tema de su divorcio la conversación pasó a cuestiones menos trascendentales. No recuerdo qué comentario hice que ella soltó una leve carcajada y en ese momento, pese a que ya atardecía, por el brillo de su sonrisa pareció que el sol volviera a salir para iluminar la avenida por la que deambulábamos. Ahora ella me escuchaba atenta, sin perder la sonrisa, rozando mi brazo con el suyo ocasionalmente. De manera inconsciente habíamos aminorado el ritmo de nuestros pasos, como si fuéramos contando cada una de las baldosas del acerado. Como si no quisiéramos que aquel paseo acabase jamás.

 

Pero inevitablemente llegamos a nuestro destino, y aún pasamos un buen rato charlando parados ante la puerta del bloque de mi oficina. Anochecía y decidí que aquella charla debía tener su inevitable final. Con un formal “te llamaré cuando tenga noticias” quise dar por finalizado el encuentro. Entonces ella me miró directamente a los ojos y con expresión divertida preguntó “oye, ¿es correcto que un abogado cene con su cliente para hablar de temas no relacionados con su bufete?”. Tardé en reaccionar, porque en ese momento todo lo veía de color azul intenso, el azul que desprendían aquellos ojos. Reconozco que en aquel momento lo que más me apetecía en el mundo era aceptar aquella invitación.

 

(...)

 

Un año después entré en una cafetería y sin esperármelo la encontré detrás de la barra. Las cartas que le había estado enviando en reclamación de mis honorarios tanto a su domicilio como a su antiguo trabajo me habían sido devueltas. Tal y como yo ya esperaba su móvil nunca estaba operativo. Ella estaba de espaldas y al girarse nuestros ojos se volvieron a encontrar. Noté una momentánea zozobra en su rostro que no duró más de unas décimas de segundo, para volver al instante a mostrar aquella sonrisa que tenía el poder de iluminar la cueva más oscura. El saludo fue formal, -¿cómo estás?, no sabía que trabajabas aquí y cosas por el estilo-. Finalmente me armé de valor y de la forma más cordial que pude le espeté “me debes una minuta”. Ella, sin perder la sonrisa, como si lo estuviera esperando desde que me vio en la barra de aquel bar, contestó inmediatamente “y tú a mí una cena, así que ya sabes, si quieres cobrar ...”

4 comentarios

El menda -

Se me ocurrió escribir este relato el otro día al abrir la carpeta "minutas pendientes". Con eso creo que queda todo dicho. Gracias por leer.

marienn -

¡Vaya manera de ligar a costa del trabajo ajeno que se montan algunas!. ¿O es que lo que reclamaba el abogado, armado de valor y cordialmente, era "la cena" de marras?... No sé yo, ¿eh?, que algunos por "cobrarse" llegarían muy lejos. Y aún me queda otra duda: ¿es correcto que un abogado cene con su cliente (pelirroja ojoazulada por poner un ejemplo), para hablar de temas no relacionados con su bufete?.

AlaDelta_ -

La de veces que la timidez o la ética hace que dejemos las cosas como están. A veces es mejor dejarlo todo como está, pero siempre se termina uno preguntando: qué habría pasado??

Civis -

Ha quedado en el alero si al final el abogado consiguió cobrar su minuta, aunque por mí que siga en ese sitio (el alero), porque lo que realmente me gustaría saber es si cenaron juntos. (Y no me gustaría acertar en mi pronóstico)