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TODO A PULMÓN

El día que fui Cyrano de Bergerac

Lo advierto desde ya: hoy vengo dispuesto a pecar ... de inmodestia. Pero ayer en el canal conté a “mis primos” una historia que llevaba mucho tiempo aparcada en algún rincón polvoriento de mi memoria, un recuerdo que desde ese momento lleva pujando por salir a esta pantalla y al final, pese al pudor que me producen estas cosas, no he tenido más remedio que ceder.

Ocurrió en mis años universitarios; años de libros, apuntes desordenados, salidas nocturnas, novietas y ... tuna. Yo nunca fui un miembro “oficial” de la tuna por dos motivos: la sensación de ridículo que me entraba al ir vestido de tal guisa en plena calle y por expresa prohibición de mi madre que, como cualquier madre del mundo, veía en aquella panda de juerguistas musicales en calzón corto y leotardos la perfecta excusa para no tocar un libro en todo el año. Y no le faltaba razón.

Pero una noche asistí a un ensayo de la tuna del colegio mayor en el que residía y aquello fue mi perdición. En uno de los descansos tomé prestada una guitarra y empecé a garabatear algunas notas, hecho que no pasó desapercibido al director del grupo que de inmediato me propuso inminente ingreso.  Me negué por los motivos ya expuestos y llegamos a un acuerdo intermedio: yo sería músico de apoyo en los ensayos con venia para acompañarles en las salidas cuando quisiera. Al año siguiente fui “ascendido” a director musical, que no era otra cosa que el que se curra los arreglos, elige el repertorio y demás zarandajas. Como no tenía que acompañarles “en escena” y mi nombre sólo aparecía en los programas de los pocos certámenes a los que acudíamos -que nadie leía- la fórmula era plenamente satisfactoria a mis intereses: música y anonimato. 

Había un colegial con fama de huraño y poco sociable al que no sin razón, aunque con cierta crueldad, se le otorgó el apodo de “El Neutro” dada su falta de expresividad y comunicación con el resto de compañeros. Pero El Neutro tenía la habitación contigua a la mía, y a base de encuentros casuales al principio, y no tan casuales después, empezamos a trabar cierta amistad.

Una noche mi nuevo amigo, que conocía mis “clandestinas” actividades musicales, llamó a mi puerta y me hizo un encargo que me dejó de piedra: “quiero que compongas una canción para una chica que me gusta”. Yo intenté escabullirme con burdas excusas, pero él lo tenía clarísimo, y aquella fe ciega en mi capacidad artística acabó por abrumarme, lo reconozco. Total, le pedí algunos datos de la chica, cómo se conocieron, ..., en fin, cualquier cosa en la que poder inspirarme. Imagínense la papeleta: componiendo una canción para una tía a la que no había visto en mi vida, de la que todo lo que sabía era que se llamaba Maribel, tenía los ojos verdes y compartía clase con El Neutro. Para empezar no era mucho, pero lo bueno que tiene el amor platónico es que acepta todos los tópicos idealistas y románticos que le quieras meter, y tres días después tenía compuesto un bolero –titulado “Maribel”, naturalmente- que no sonaba demasiado mal.

Llamé esa noche a El Neutro a mi habitación, tomé la guitarra, le mostré mi obra y al hombre se le veía ciertamente emocionado. Modestia aparte, creo que excedió todas sus previsiones. Pero lo que dijo a continuación me dejó más helado aún: “vale, ahora tienes que ir a cantársela”. Yo simulé no haber captado bien el mensaje y le contesté: “vale, no te preocupes, preparamos los arreglos para el resto de intrumentos, la ensayamos unas cuantas veces y para la semana que viene o la siguiente podemos ir a rondar a tu chica”. “No, no es eso” –dijo él. “No quiero que éstos –refiriéndose al resto de colegiales- se enteren de nada, quiero que vayas tú solo a cantársela”. Aunque en cierto modo, conociéndole, comprendía su pudor ante los demás, mayor era el que me producía a mí ir a cantar serenatas “a pelo” a una desconocida. Así que tras mucho debatir le propuse una fórmula intermedia que, aunque no le satisfizo mucho, no tuvo más remedio que aceptar: grabar el tema en una cinta de casette y que él se la entregara.

Así lo hicimos, y reconozco que la noche en que sabía que mi amigo iba a hacer entrega de la grabación a su chica le esperé despierto e impaciente por conocer el resultado. Al fin oí sus pasos en el pasillo y salí a su encuentro. “¿Qué? –le espeté a bocajarro- “¿cómo ha ido?”. Su sonrisa de oreja a oreja y su rostro resplandeciente hacían innecesaria toda respuesta, le faltaba la corona laureada para parecer un césar que entra victorioso en la ciudad. Su relato fue efectivamente la crónica de un triunfo por goleada, aunque al final dijo algo que me incomodó bastante: “dice que le gustaría conocerte, que tienes una voz muy bonita”. Me negué alegando nuestro pacto de total anonimato y convenciéndole de que el intérprete era lo de menos, que podía incluso irrogarse la autoría de la letra y hasta de la música.

Creí que lo había conseguido hasta que al día siguiente le encontré esperándome al salir de clase de la mano de una chica guapísima. Recuerdo que no esperé a presentaciones: “Maribel, supongo. Me temo que me he quedado muy corto en la letra de la canción”. Uno es así de zalamero con las mujeres, no puedo evitarlo.

Lo malo fue que al día siguiente quien me esperaba a la puerta del aula era Maribel sola y al siguiente vino acompañada de un par de amigas, con la excusa de que pasaban por allí y tenían curiosidad por conocerme. Evidentemente habían escuchado la cinta y a mí aquello, en contra de lo que se pueda pensar, me resultaba tremendamente embarazoso, sobre todo porque cada día que pasaba el coro de amigas de la ínclita Maribel iba en aumento. “Tío, acabarás firmando autógrafos” –decía con sorna mi inseparable amigo “Txomín” (el apodo le venía, efectivamente, por el conocido dirigente etarra; imagínense cómo las gastaba mi primo).

Pero tuve la “suerte” de sufrir un esguince de tobillo jugando al rugby en los días siguientes, lo cual me obligó a volver a mi ciudad natal y guardar reposo durante una buena temporada, justo hasta la época de exámenes finales, lo cual acabó de la noche a la mañana con mi “club de fans”, como las llamaba Txomín, y por ende con mi efímera fama.

Dos o tres años después de terminar la carrera asistí a una cena de antiguos alumnos en el colegio mayor y, a los postres, la tuna nos deleitó con una actuación. Tocaron “Maribel” y lamenté la ausencia de El Neutro en esa cena.

No sé qué habrá sido de ellos, pero me gusta imaginar que al final se casaron y son felices, y que de vez en cuando ponen la cinta mientras cenan en casa a la luz de las velas. E imagino a El Neutro reflejado en los inmensos ojos verdes de Maribel y que, entre beso y beso, se acuerdan un poquito de mí.

Perdón por la inmodestia.

1 comentario

marienn -

¿Inmodestia?... ¡Jo!... tengo que repasarme el catecismo... o la wikipedia, jajaja... y ya veremos qué decido. De todas maneras tú... "sigue, sigue... no pares, sigue, sigue..." que lo cuentas genial.