Mis amigos de la infancia

En algún momento de mi adolescencia postrera debió tener lugar aquel infame juicio sumarísimo. Quiero pensar que ocurrió como en ese episodio del Quijote en el que entre el cura y el bachiller, creo recordar, deciden qué libros del hidalgo manchego debían ser condenados a la hoguera y cuáles salvados. Posiblemente fue debido a la falta de espacio en las estanterías de mi dormitorio, o porque una mañana me levanté y me sentí absurdamente mayor, pero el caso es que, por más que lo intento, no logro recordar el momento en que sucedió.
Sin embargo, como esos cadáveres que aparecen al cabo de los siglos emparedados entre muros centenarios, ahí estaban de nuevo los libros de mi infancia y adolescencia, rescatados del olvido con motivo de la limpieza general emprendida en estos días por mi madre en los silentes armarios del trastero de su casa, de "mi casa", como aún la llamo. Dos enormes cajas de cartón repletas de libros que han emergido a mis ojos como cofres repletos de tesoros que algún pirata abandonó en una isla desierta. Gracias al cielo que mi progenitora tuvo a bien consultarme antes de deshacerse de ellos para siempre.
Dediqué la mañana del sábado en compañía de mis hijas a ir sacándolos uno a uno y me ocurrió una cosa curiosa: recordaba argumentos y personajes con mucha más nitidez que los de cualquier novela que haya leído el año pasado, e incluso éste. Será porque entonces me asomaba a aquellas páginas ávido de vivir las aventuras de sus protagonistas, de sentir el olor a salitre que desprendían (y juro que aún desprenden, pese a no haber salido nunca de mi casa) las tapas de las novelas de Sandokán, de tocar el polvo del desierto de Arizona por el que indios y vaqueros dirimían sus rencillas narradas por Karl May, de sentir el frío acero del Nautilus del Capitán Nemo, de escuchar los ejemplares cuentos que Patronio contaba a su señor, el Conde Lucanor. También estaban las colecciones casi completas de aquellas pandas de Los Cinco y Los Siete Secretos salidas de la pluma de la prolífica Enyd Blyton, cuyas páginas huelen a merienda de galletas María y chocolate "La Campana". Rememoré aquellos veranos que pasé leyendo las aventuras del Lazarillo de Tormes y compartiendo las desdichas de El Último Mohicano, y las semanas santas en que anduve recorriendo el Mississippi con mi amigo Tom Sawyer o visitando mundos inimaginables de la mano del gigante o enano Gulliver, según fuera el caso. Por supuesto fui visitado, como el señor Scrooge de Dickens, por el espíritu de las navidades pasadas, presentes y futuras y di la vuelta al mundo en ochenta días, viví los peligros de la selva junto a Orzowei y los de la jungla junto al Mowgli de Kipling. Y muchos, muchos más, casi todos con mi nombre y apellidos manuscritos con pueril caligrafía en su primera página.
A cada libro que sacaba de su ataúd mis expresiones de alegría iban en aumento, como quien se reencuentra con viejos amigos a los que no veía desde hace mucho tiempo. Mis hijas me miraban divertidas mientras curioseaban algunos títulos, aunque creo que no llegaban a entender tanto júbilo. Pese a que tanto su madre como yo intentamos inculcarles el gusto por la lectura me temo que en estos tiempos de videojuegos y deuvedés no logran comprender las horas de placer y diversión que pasé entre esas páginas cuando tenía su edad. A veces las envidio por todo lo que la vida les ha puesto al alcance, pero les aseguro que el sábado sentí una gran compasión por ellas.
3 comentarios
marienn -
El menda -
ppilla -
He reconocido todos los títulos, especial ilusión me ha hecho recordar a Orzowei por lo lejano que lo tenía en la memoria, me has hecho recordar las siestas de verano, esas horas en las que no te dejaban salir a la calle, ese silencio en la casa y en la calle, y mientras todos dormían y descansaban, tú cerrabas los ojos y vivías tu aventura también en silencio, la de misterios que descifré a costa de Los Cinco , recuerdo también, porque me encantaban, los libros de las Películas de Disney, eran preciosos, con tantas páginas, conocíamos todos los personajes por los libros, el cine más cercano estaba como a 100 km de mi pueblo, nosotros le poníamos sonido a todas las historias, a todos los personajes, recuerdo que por aquel entonces vendían gomas de borrar con la forma de los personajes de Disney, mi preferida, sin duda, la de campanilla, olían tan bien esas gomas
Y luego, los libros de mayor, fueron muchos, leer era por aquel entonces algo que descubrías tú mismo, no teníamos programas de animación a la lectura, teníamos, quizás, mucho tiempo y muchas ganas de descubrir, sentir como te metes en una historia escrita, disfrutarla, vivirla en paralelo, es algo que no se puede enseñar, se puede crear hábito de lectura, pero no se puede crear la magia de la lectura.
¿Qué os cuento de La vida sale al encuentro?, pues que hace poco he vuelto a leerlo y, aunque visto desde otro prisma, me ha vuelto a emocionar, también recuerdo Viento del este viento del oeste y el primer libro que pude coger de la librería de los mayores, Mientras la ciudad duerme, todos siguen allí, me gusta tocarlos cuando voy, olerlos, pasar las páginas, me hacen sonreír y darme cuenta de la suerte que tengo por tenerlos, creo que no los moveré nunca de esa vieja estantería, no, definitivamente mis libros están donde tienen que estar