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TODO A PULMÓN

Jefferson y sus huéspedes

El otro día durante media hora me sentí el chófer oficial de la Casa Blanca, sección Fiambres Ilustres, pues llevaba a bordo del coche nada menos que a Jefferson, Jackson y Washington, ahí es nada. Pero no se alarmen, no consumí ningún tipo de sustancias psicotrópicas: es el nombre de los ecuatorianos que trabajan conmigo en el tajo.

Hoy vengo a hablarles del primero de ellos; y una de dos: o yo tenía un concepto equivocado de él o va a ser verdad que la Navidad ablanda los corazones de los mortales. El caso es que Jefferson, que más o menos regularmente trabaja con nosotros en el campo a lo largo de todo el año, era, hasta el inicio de esta campaña, un tipo que no me inspiraba demasiadas simpatías, pues la formalidad no es su punto fuerte y, por el contrario, es un consumado experto en inventar las más variadas excusas para no acudir al trabajo, particularmente en vísperas de fin de semana. Trabaja bien pero incluso en el tajo tiene un punto altanero que a veces irrita a sus propios compatriotas.

Para esta cosecha, como algunos de ustedes saben, hemos integrado en la cuadrilla a cinco senegaleses legalmente documentados (o eso parece, porque el que sale en la foto de la tarjeta de residencia y trabajo podría ser también el que vende los CDs en la puerta de mi despacho) a los que había que buscar vivienda digna mientras dure la campaña. Se lo comenté a Jefferson y él se ofreció a acogerlos en su piso en el que había dos habitaciones libres y camas suficientes a cambio, naturalmente, del correspondiente "alquiler". Pactado el precio me presenté al día siguiente en su vivienda con los cinco subsaharianos y, sorprendido e indignado al verlos, me llamó aparte y me comentó:

- Abogado ... -ésa es otra, a los ecuatorianos no hay quien los saque de llamarte por el título universitario aunque estés de barro hasta las rodillas tirando de un fardo hombro con hombro en mitad de un olivar- ...¡usted sabía que eran de color!.

- Pues claro, no van a ser transparentes -le contesté tirándole una larga cambiada para ganar tiempo.

En realidad cuando tratamos el tema le hablé de "senegaleses" con toda mi buena fe y tratando de ser lo más políticamente correcto posible, entendiendo yo que el término ya reduce bastante las opciones en cuanto al color de la piel y que no hace falta ser catedrático en sociología geopolítica mundial para albergar bastantes sospechas (si no todas) al respecto. No parecía ser ése el caso de Jefferson.

- No, no -respondió él contrariado- quiero decir de color ... ¡negro!.

"Hay que joderse", pensé, "como si tú fueras un rubio platino escandinavo". Y es que en la escala del uno al diez, siendo el diez el "negro como la panza una olla" (expresión de mi amado suegro) de sus futuros huéspedes, Jefferson ocupa el escalón inmediatamente inferior.

Así que tuve que tranquilizarle invocando los principios universales de la igualdad de razas y la alianza de civilizaciones (a ZP se le habrían saltado las lágrimas de oírme, seguro), que todos somos personas y que poco importa el color de la piel y todo eso, mientras en mis adentros pensaba "manda huevos que tenga yo que darle este sermón a un inmigrante ecuatoriano". Al final, y tras ver desestimadas sus intenciones de incrementar el precio del alquiler por el mero motivo de la raza de sus huéspedes (sospecho que ahí es a donde quería llegar, el muy granuja) no tuvo más remedio que aceptar.

Al día siguiente, primero de trabajo de los senegaleses, Jefferson planteó la primera queja de convivencia: sus nuevos compañeros de piso habían estado trasteando el mando de ONO y se habían entretenido en comprar dieciséis películas a base de darle al botón "OK" en los canales de pago. Naturalmente pretendía que yo abonara el importe, a lo que me negué aconsejándole que en adelante pusiera a buen recaudo el mando u, opción mucho más práctica, dedicase un par de horas a impartirles un curso práctico en lenguaje de sordomudos sobre su uso.

El tercer día observé que Jefferson y el resto de la cuadrilla llamaban a los senegaleses por el nombre genérico de "Luís". Mi teoría es que, siendo su lengua oficial el francés, aunque entre ellos se comunican en un dialecto llamado "Wolof" (uno también va aprendiendo cosas), y responder a todo "oui", el referido nombre les vino por afinidad a su pronunciación en andaluz ("Luí"). Y es que una campaña de aceituna da hasta para disquisiciones etimológicas.

Sin embargo, etimologías aparte y desde el punto de vista de la productividad, resulta poco práctico llamar a "Luís" y que cinco tíos dejen lo que están haciendo y vengan raudos y solícitos a ver qué se les manda, cuando tú sólo requieres a uno. Así que al cuarto día, aprovechando el rato previo que pasamos junto a la candela (hoguera) antes de empezar la jornada, dispuse hacer las presentaciones formales e individualizadas de los senegaleses. Preguntados en mi francés rudimentario de medio año en el instituto "¿cómo es que tú tapel?" (disculpen que no sepa cómo se escribe; primo, échame una mano) empezaron a autodesignarse con extraños nombres entre grandes risotadas, del tipo "Didi", "Yaya", "Ori", "Adu" y "Ben Johnson". "Éstos son unos cachondos y no las están pegando con queso", pensé, viendo corroboradas mis sospechas más tarde a la vista de sus tarjetas de residencia (curiosamente Ben Johnson fue el único que dijo la verdad), pero bueno, están en su derecho a tomarse la revancha lingüística y llamarse cómo les dé la gana. Supongo que es como si yo voy a su país y digo que me llamo "Elvis" para que todos me llamen así.

Con el paso de los días he ido observando un progresivo cambio de talante en Jefferson con respecto a sus huéspedes. De la inicial desconfianza e incluso indignación fue pasando a cierta camaradería y, en la actualidad, a un total paternalismo. Sin ir más lejos antes de ayer se dieron dos casos que me dejaron perplejo. "Ori" decía (con gestos y el par de palabras que sabe de castellano) que había pasado una mala noche afectado de dolor de estómago, y el primer comentario que se escuchó fue "a éste le llevo esta tarde al médico", proveniente de Jefferson, naturalmente. Más tarde, finalizada la jornada laboral y mientras nos cambiábamos de ropa, otro de los senegaleses exhibió al descalzarse un enorme "tomate" en su calcetín blanco que contrastaba abrumadoramente con el color del dedo que por él asomaba. Habría pasado totalmente desapercibido de no ser por el comentario de Jefferson: "¡pero Luís, cómo vienes a trabajar así, hombre, con el frío que hace!, esta tarde cuando vuelva con éste del médico nos vamos a comprarte unos calcetines en condiciones".

Además he sabido que Jefferson prepara cena para todos cada noche (evitando el cerdo en respeto a las creencias musulmanas de sus huéspedes) y, a cambio, éstos hacen limpieza general y le dejan la casa como los chorros del oro los días de paro formal o sobrevenido, es decir, los festivos o cuando llueve. Hasta me confesó el otro día que les echará de menos el día que no estén. Así que ya ven, el campo tiene estas cosas, y hasta propicia asistir a una bonita historia de integración y armonía entre razas. Al menos de momento, que tampoco es un servidor muy partidario de echar las campanas al vuelo antes de hora.

Por cierto, durante todo el tiempo que llevamos de campaña (treinta y siete días al momento de escribir estas líneas), Jefferson sólo ha faltado una vez al trabajo. Fue un domingo, concretamente. Al presentarse solos los senegaleses y preguntarles por su anfitrión, contestaron muertos de risa "Jefferson hoy no trabajar, él disé ir ayuntamiento, papeles".

Hasta la facultad de inventar excusas la está perdiendo.

 

P.D.: ¡Feliz Año Nuevo a todos/-as!

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