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TODO A PULMÓN

Un encuentro inesperado

No podría calcular el tiempo que llevaba sin verlo. ¿Diez? ¿Quince años?. Por ahí. Sabía por su hermana que mi mejor amigo de la infancia andaba por Pekín, trabajando como lector en una universidad y que se había casado allí con una china. Cuando le vi acercarse de lejos sospeché de esa forma de andar tan peculiar que me resultaba muy familiar, pero lo que corroboró mis sospechas fueron los rasgos orientales de la chica que caminaba a su lado. “¿Jaime?” le pregunté a bocajarro cuando pasó a mi lado. “¡Coño, Pepe!” fue todo lo que pudo decir antes de fundirnos en un fraternal abrazo ante la atónita mirada de la china.

 

Jaime es el tío más inteligente que he conocido nunca. Con siete años leía una sola vez una página de un libro y podía repetírtela de cabo a rabo hasta con puntos y comas. Nos conocimos a esa edad, en el colegio, y nos hicimos inseparables. Así parecía explicárselo a su mujer (que no habla ni papa de español) mientras tomábamos unas cañas en la barra del Gorrión. “Joder, aquí todo está exactamente igual” apreciaba Jaime sin dejar de escudriñar las centenarias paredes del local, cuya pintura es de un color indescriptible por el paso de los años y cuyos carteles taurinos de los tiempos de Manolete se mantienen siempre en el mismo estado por alguna misteriosa razón.

 

Allí recordamos nuestra primera película en el cine juntos, sin padres, con siete años: “Lawrence de Arabia” en el cine Asuán, demolido recientemente y sobre cuyo solar se alza ahora un modernísimo edificio de oficinas. Entonces había una señora gorda que hacía de acomodadora y que se ofreció a acompañarnos a nuestras butacas. “No gracias, podemos solos” dijo Jaime autosuficiente. Y la verdad es que hasta bien entrada la película no conseguimos sentarnos porque no encontrábamos nuestro sitio, y al final lo hicimos en la primera pareja de butacas que encontramos libres.

 

También salió a colación nuestro proyecto ganadero de montar una granja de grillos, a cuyo fin metimos en una pelota rajada un buen número de especimenes que encontramos en el patio del colegio. El problema fue cuando en mitad de la clase los grillos empezaron a cantar y la profesora (que a la sazón era mi tía) no tuvo duda de quiénes habían sido los autores de semejante idea. A punto estuvimos de comer grillos ese día.

 

La misma profesora que un día, reciente el atentado a Carrero Blanco, nos pilló unos carnets de ETA que nos habíamos hecho orgullosos de nuestra militancia abertzale (aunque entonces no sabíamos qué demonios era eso) y llamó a nuestros padres advirtiéndoles de nuestra inaceptable ideología política (y eso que sólo teníamos nueve años). Hay que decir que ambos éramos forofos del Athlétic de Bilbao y aquello no era sino el resultado de llevar nuestra pasión futbolística hasta sus últimas consecuencias.

 

Pasamos toda nuestra infancia juntos, y ni los veranos nos separaban, ya que nos organizábamos para pasar temporadas uno en casa del otro. Luego vino el instituto y ahí el contacto fue menor. Hasta que un día vino a buscarme a clase y me propuso hacer unas extrañas jornadas de fin de semana con un grupo cristiano. Teníamos 16 años, yo pasaba un rato largo de eso y le costó convencerme. Pero al final tuve que ceder y aún se lo estoy agradeciendo.

 

Retomamos el contacto en Granada, en nuestros años universitarios. Eran mediados de los ochenta y la actividad cultural en aquella ciudad bullía en cualquier rincón. Nos dio por lo alternativo, como se dice ahora, y nos leímos todos los libros de filosofía que caían en nuestras manos. Yo me eché una novia, él otra, pero como entre ellas no congeniaban mucho fuimos dejando de vernos.

 

Luego le perdí el rastro, aunque de vez en cuando tenía noticias suyas. Un día me envió una invitación de boda extrañísima, en la que dos manos rompían una cadena y se podía leer “Nos casamos tal día a tal hora. Uniremos nuestras vidas y romperemos las cadenas.” Le llamé para disculpar mi ausencia, pues tenía un examen ese mismo día. Me dijo que su novia estaba embarazada y que el padre de ella los había obligado a casarse. Le deseé buena suerte y ésa fue la última vez que hablé con él hasta el mediodía de ayer. Luego le vi en el periódico encabezando las listas de un partido político de ideología radical e independentista andaluza que, naturalmente, no llegó a ninguna parte, aunque en homenaje a nuestra rancia amistad uno de los 301 votos que obtuvo en los comicios locales fue el mío.

 

Todo esto rememorábamos en la barra de madera del Gorrión, con el precio de las consumiciones escrito a tiza sobre la misma, mientras la china daba silenciosa buena cuenta de su último descubrimiento: el vino San Domingo, que fresquito y con unos tacos de queso sabe a gloria bendita. La miré en una pausa de la conversación y crucé una significativa mirada con Jaime, pues no sabía si era por el puñado de copas que llevaba encima o porque los rasgos orientales son así, pero el caso es que los ojos empezaban a bailarle y brillarle de forma extraña. Mi amigo la miró divertido y le dijo en un castellano que ella, naturalmente, no entendió: “¡Hoy sí que vas a descubrir la siesta, Lin-Tsú!” (o algo así se llama).

 

Tras el tapeo tomamos unos cafés y las preceptivas copas, y bien entrada la tarde, bastante “perjudicados” ambos por la ingesta de alcohol precedente (no digamos la china, que a estas alturas nos deleitaba de vez en cuando y sin venir a cuento con cánticos regionales de su tierra, que los dos simulábamos escuchar con atención) decidimos dar por terminado el encuentro, muy a nuestro pesar.

 

Fue a la hora de despedirnos, tras el intercambio de direcciones, e-mails, teléfonos y de un nuevo abrazo cuando me cogió del brazo y en tono confidencial me dijo “oye, ¿sigues oyendo a Elvis?”. “Cada día”, le contesté. “Entonces ya tenemos tema para otro encuentro. Yo te llamo”.

 

Espero que así sea.

 

1 comentario

marienn -

Dios los cría y ellos se juntan porque... ¡las cabras siempre tiran al monte!. Hombre de poca fe este semichino jaenés.