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TODO A PULMÓN

La Hoguera de las Vanidades

 

Hubo un tiempo en que llegué a formar parte de ellos. Me refiero a mis "compañeros", como con falso corporativismo nos llamamos entre nosotros los miembros del Ilustre Colegio de Abogados. Aunque ayer me di cuenta de lo lejos que me encuentro ya de ellos.

Acabábamos de celebrar un juicio y alguien propuso tomar un café. Pero allí, en la barra del bar, de los cinco resplandecientes figurines entrajetados con sus oscuras togas distraídamente colgadas del brazo, aunque bien visibles al resto de la concurrencia para que quedara perfectamente clara nuestra "respetable" dedicación profesional, el que sobraba era un servidor de ustedes. Mis compañeros hablaban animadamente a grandes voces, dándose cada cual una farisea auto-importancia que se traducía en lo complicado y trascendental de los asuntos que trabajan en sus despachos. De vez en cuando su tono de voz bajaba hasta lo casi inaudible para comentar en tono confidencial los últimos cotilleos de la curia, consistentes en los líos de faldas de tal o cual juez con tal o cual abogada, mostrando los demás fingidos rostros de sorpresa e incluso escándalo ante tan irreverentes revelaciones. Todos parecían disfrutar con aquello, excepto el abajo firmante. Aburrido y sin apenas haber abierto la boca durante la reunión fingí una urgencia en el despacho (no voy a ser yo menos importante que ellos), pagué la ronda de cafés (pese a estar rodeado de tan excelsos y exitosos letrados nadie hizo el menor intento de cambiar mi intención en esto) y salí de allí como alma que lleva el diablo.

Después de comer, para aliviar la tensión que me produce cualquier mañana de juicios y que me dura hasta varias horas después de acabado el evento, decidí dar una vuelta por el campo. Y tuve la suerte de encontrarme con el guarda del coto y pasamos un buen rato apoyados en los viejos aperos de la era, contemplando entre cigarro y cigarro el ir y venir de las perdices. Y qué quieren que les diga, los gogoritos de su canto llamándose unas a otras y todas las demás explicaciones que me iba dando el guarda sobre el cortejo de estas inteligentes aves me resultaron mil veces más interesantes que la ajetreada vida sexual de su señoría que me habían contado horas antes. Y aunque no tan pulcros y resplandecientes como el traje gris, los pantalones vaqueros y la camisa de cuadros son mil veces más cómodos. Por no hablar de los viejos aperos en comparación con la barra del bar.

Lo único que lamento a veces es el tiempo perdido en esos vanidosos cafés. No dejo de reprocharme cómo he podido llegar a estar tan ciego.

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