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TODO A PULMÓN

El Regreso

Ha sido poco más de una semana, pero parece que haya pasado más de un mes desde que dejamos el terruño camino de ese mar andaluz que con el tiempo, y mira que antes lo detestaba, se ha convertido en mi infalible cargador anual de baterías.

Y es curioso ese sentimiento de regreso de todos los años; vuelvo mirando las casas, las calles, incluso las personas, constatando aliviado que todo sigue igual, en el mismo sitio donde lo dejé, por pocos días que haya estado fuera. Asegurándome de que la ciudad me ha sido fiel una vez más y no ha aprovechado mi ausencia para introducir cambios en su fisonomía que a mí no me hubiera gustado perderme. Es como despertar de un sueño a la realidad cotidiana, y siento cierta tranquilidad al deambular por las mismas calles de fachadas encaladas, aunque cada vez menos por esos absurdos aunque prácticos tonos ocres del albero taurino que últimamente se están imponiendo. Y saludo las mismas caras en los mismos sitios, y advierto el vaivén de las rotundas caderas de mis paisanas en las cuestas del casco antiguo, porque esta ciudad está en la ladera de un monte y dicen los viejos que de tanto subir las callejas de pronunciado desnivel las morenas que habitan los barrios altos son culonas de causar admiración (y tentación) entre la población masculina.

Ahora que aún me puedo permitir un paseo con las primeras luces apuntando hacia la cruz que vigila estática desde la cima del cerro percibo el olor de esta ciudad, aunque sé que en un par de días lo habré asimilado y me será tan cotidiano que me pasará desapercibido. El olor a pan recién hecho, a guiso casero y, sobre todo, el olor a pino que trae la brisa que baja a estas horas desde el cerro, ventilando cada rincón de los callejones morunos y angostos. Me pasa igual cuando llego a orillas del mar: durante los dos primeros días percibo el olor a salitre, la humedad que trae la brisa hasta la orilla, pero pasados esos días ese aroma no existe porque uno se ha integrado ya en el paisaje y forma parte de él. Así se lo tuve que explicar a mi hija, que al tercer día me preguntó “¿por qué ya no huele el mar?”. Y creo que lo entendió porque advertí cierta contrariedad en su expresión, como si le disgustara haber sido engullida tan deprisa por el entorno. Entonces dijo algo desde su perspectiva infantil que me dejó muy pensativo: “entonces, el mar huele sólo para el que acaba de llegar durante los primeros días porque es su forma de darle la bienvenida, ¿no, papá?”.

Algo así debe ser. Me gusta esa idea de que las ciudades, los paisajes, los sitios, nos dan la bienvenida y luego nos acogen como una parte más de ellos mismos.

2 comentarios

ppilla -

Otra que vuelve a la normalidad, se acabó lo bueno, o lo que tienen de bueno las vacaciones, por aquí también está todo en su sitio, la vuelta siempre me ha parecido como el principio de un curso escolar, como empezar desde un punto muy cercano al cero, debe ser la tranquilidad de las primeras horas. Un placer ver que estáis bien. Nos vemos. Mil besos de vainilla.

marienn -

Pues bienvenido a la rutinaria normalidad, y estupendo que la batería esté bien cargada.