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TODO A PULMÓN

Vivencias

El caralibro (facebook)

Estaba yo arando el otro día y escuchando al Herrera Carlos en el tractor cuando dedicaron el programa al facebook (en castellano, caralibro) y me piqué bastante. Total que esta mañana la he dedicado casi entera a hacerme un feisbuk (¿se dice asín?). El caso es que hecho está, pero ahora no tengo ni idea de cómo hacer amigos ahí. De entrada me he apuntado a todos los grupos y páginas que he encontrado, pero de momento no he hallado respuesta alguna. Ni tan siquiera sé cómo poner aquí un enlace a la página de mi perfil, sospecho que para verla hay que ser miembro del feisbuk ese. Así que si algún piadoso lector de estas torpes líneas me puede echar una mano y dar unas nociones elementales feisbuqueras, le estaré eternamente agradecido.

Obama y las aceitunas

A lo mejor suena a frivolidad, y conste que pocos hay tan comprometidos con el medio ambiente como un servidor (por la cuenta que me trae) pero ... eso del cambio climático ... ¿es que este año no toca?. Lo digo porque desde el 24 de noviembre, fecha en que empezamos la cosecha, apenas hemos tenido veinte días de trabajo efectivo por culpa de la dichosa lluvia, y eso que algunos jornales nos hemos ganado echándole un par al asunto y poniéndonos de barro hasta la misma "concusilla", que es como aquí se le llama al punto equidistante entre los aparatos excretores anterior y posterior, ya me entienden. Por no hablar de lo que acojona ver un tractor patinando cuesta abajo por el barro derechito hacia un barranco, y más si vas montado dentro. Y encima con un frío tan impropio y atípico que te hace descubrir, tras cuarenta y dos años de humana existencia, lo que son los sabañones en las orejas. ¿Calentamiento global?.

Pues eso, que cabreado con los elementos que hicieron perder a Felipe II su Armada Invencible y a mí me van a hacer perder la cosecha (y la salud, a este paso), esta mañana, tras constatar que el de hoy iba a ser otro día perdido por las inclemencias meteorológicas, opté por ir a la almazara a consolarme con otros compañeros de fatigas hastiados como yo de ver los suelos de los olivos ensombrecidos por ese chapapote negro y siniestro que conforman los miles de aceitunas caídas por el temporal, dificilmente recuperables ya. Y entre lamento y lamento y con las tripas ardiendo por la temperatura del café con leche los unos o por los efectos del carajillo los otros, va el maestro y con mucha naturalidad y poso de resignación dice: "esto no lo arregla ya ni el Paco Obama ése que va a salvar al mundo". No dando crédito a lo escuchado le pregunto "¿quién?" y lo reitera: "el Paco Obama ése, el negro de América que han elegido presidente", mirándome como preguntándose dónde había estado yo metido el último lustro. Y entonces caigo en la cuenta de que, dicho con rapidez y si eres un poco duro de oído (como al parecer lo es el maestro), "Barack Obama" puede sonar ciertamente como "Pac- oObama".

Todavía me estoy riendo; sin saberlo, el maestro de la fábrica me ha alegrado el día.

El Patillas

Supongo que empezar el año con un obituario quizás no sea lo más acertado y hasta puede crear algo de mal rollo, pero créanme si les digo que el personaje al que me dispongo a homenajear lo merece.

Por más que intento hacer memoria no consigo recordar cuál fue la primera vez que entré al Pub Auringis (que es el nombre que los romanos pusieron a esta ciudad mía y que en latín quería decir algo así como "la tierra del oro"; se ve que en aquella época no había tantos olivos como ahora). Pero lo que sí recuerdo como si fuera ayer es la presencia de su dueño, gerente y camarero (como él solía decir) tras la barra, su rechoncha figura con el pelo engominado hacia atrás y las enormes patillas que le daban el aspecto de un bandolero de Sierra Morena jubilado.

El Auringis era un antro cutre y atemporal, ubicado (sería más acertado decir "desubicado") en los viejos y estrechos callejones donde habitan las rancias y centenarias tascas de la ciudad. Bajo la escasa luz del local apenas se distinguían las fotos en blanco y negro del Jaén antiguo que infructuosamente intentaban decorar sus paredes. El olor a tabaco y a ambientador de todo a cien libraban una encarnizada batalla en igualdad de condiciones por imponerse en el ambiente. Más allá de la barra había una especie de reservados donde las parejitas alargaban los tragos mientras se devoraban los morros con nocturnidad y alevosía durante los fines de semana.

A "El Patillas" no parecía importarle nada de eso. Lo único a lo que verdaderamente se entregaba con esmero era a la música que en su punto justo de volumen escupían los viejos altavoces. Quizás por eso me sentí atraído y volvía allí de incógnito, después de dejar a mi novia en casa a las doce, cada sábado por la noche. Fue mi gran secreto.

Posiblemente hasta mi tercera o cuarta visita no intercambiamos más palabras que el pedir la consumición y el qué se debe a modo de despedida. Yo estaba como siempre solo en la barra, sentado en uno de aquellos taburetes de aluminio dorado y asiento de terciopelo azul que parecían sacados de un puticlub de los setenta, degustando un Jack Daniel´s con hielo en vaso ancho, posiblemente no fuera el primero de la noche, y con el paquete de Fortuna a mano. Aquella noche, como siempre, sonaba blues por los altavoces, algo que me chocaba en aquel tipo al que, por las pintas que gastaba, le pegaba más ser un apasionado del flamenco. De repente vino un larguísimo punteo de guitarra que me encogió el corazón. Cuando acabó levanté la vista y me encontré con los ojos del camarero, cuya expresión delataba haber alcanzado el mismo éxtasis que yo con el solo distorsionado de las seis cuerdas.

"Cómo llora esa guitarra, ¿eh?", me dijo.

A partir de ese momento las noches en el Auringis se convirtieron en interminables charlas sobre música con aquel camarero patilludo cuyo nombre no llegué a conocer, ni él el mío. Celoso de su intimidad, sólo llegué a saber que el pub lo había puesto "para tener un sitio donde escuchar la música que le gustaba". Y las músicas que a él le gustaban eran sólo dos: el blues y el flamenco. "Son la única música auténtica. Todo lo demás son mariconadas", solía decir con los ojos entornados mientras daba una calada al Marlboro.

Recuerdo una noche lluviosa entre semana en la que estábamos los dos solos en el pub sumidos en silencio en las notas de un viejo blues, con los cubitos de hielo deshaciéndose en el bourbon y el cenicero atestado de colillas (él sólo bebía cuando no había nadie más en el local, supongo que era un honor con el que me distinguía). En éstas entró un chaval completamente empapado y se acercó a la barra a pedir cambio para sacar tabaco de la máquina, destrozando la magia del momento. "El Patillas" le miró con muy mala leche y le espetó "¿es que no ves que estamos en misa?" y hasta que no acabó el tema lo tuvo allí esperando sus monedas. Así de intensamente vivía aquella música.

Intercambiábamos discos: yo le surtía de los viejos sonidos del delta del Mississippi y él me iniciaba en el maestro Camarón. Hasta que dejé de ir después de casarme, porque mis nuevas obligaciones familiares me impusieron sus inevitables cargas. Un día me lo encontré por la calle y le saludé. "Enhorabuena", me dijo antes de que yo diera más explicaciones, "supongo que ya no vienes porque te has casado, ... como todos". Aquel "como todos" tenía todas las connotaciones de un reproche que me escoció en lo más hondo y, aunque prometí pasarme un día como en los viejos tiempos, nunca lo hice.

Antes de ayer venía la esquela en el periódico, y bajo su nombre aparecía su inequívoco apodo: "El Patillas". Pensaba que sólo yo le llamaba así, y ha resultado ser su nombre de guerra en los ambientes hosteleros del casco antiguo. Por cierto, se llamaba José, ya ven lo que son las cosas: no sólo teníamos las patillas y la melomanía en común.

El solo de guitarra que nos unió aquella noche es el que aparece al final del video. Hoy este llanto de blues está más que justificado.

Descanse en paz, Patillas.

Regreso a la Alhambra

Parece que fue ayer, pero hace veinte años ya. Entonces eran dos horas de viaje, subiendo y bajando sinuosos puertos de carretera; ahora unos escasos cuarenta y cinco minutos de cómoda autovía que constituyen una agravante más a mis despechadas ausencias.

 

Pero ahora, como cantaba Miguel Ríos, vuelvo a Granada de vez en cuando y siempre encuentro lo que buscaba. Porque a Granada hay que ir sin planos ni mapas, hay que ir a perderse premeditadamente en su barrios góticos, renacentistas y barrocos y, por supuesto, en el Zacatín y el Albaicín morunos en los que el tiempo detuvo su marcha. Y hay que subir a la Alhambra por la Cuesta de Gomérez, a patita y parando de vez en cuando a recuperar el resuello, no sólo por la pendiente, sino porque la belleza de los jardines que preceden al palacio nos harán perder la noción de espacio y tiempo.

 

No hay cámara fotográfica capaz de captar los matices del otoño en Granada, porque ni mis propios sentidos se ponen de acuerdo ante el torbellino de sensaciones que me inundan y golpean en cada uno de sus rincones.

 

Es curioso, pasé allí seis años deseando acabar mi estancia cuanto antes, ajeno a lo que me rodeaba, siguiendo a diario las mismas rutas de forma mecánica absorto en los agobios del que tiene que comerse el mundo entero en cuestión de un puñado de años. Y ahora que he descubierto que ese atracón no merecía la pena y que es mejor beberse la vida en pequeños sorbos paso mis días lamentando aquel tiempo perdido y buscando una excusa para volver

Días irlandeses

Días irlandeses

En Irlanda, en pleno mes de julio, todos los días eran como éste: de cielo plomizo, encapotado, de lluvias livianas e intermitentes, de olor a tierra mojada, de aceras brillantes bajo una tela de agua, de coches con cristales enmohecidos por el vaho.

 

En días como éste siempre recuerdo las grises calles de Dublín, la niebla que envolvía todo lo que se encontraba a más de diez metros de distancia, los campos verdes (pero verdes, verdes) que circundaban la ciudad, el olor a tabaco de pipa de los viejos que charlaban en los parques, la tez blancuzca y pecosa de las muchachas sentadas sobre la hierba a la menor presencia de un rayo de sol.

 

Y el sabor de los descubrimientos que allí hice: las hamburguesas de McDonald´s, la cerveza Guinness y los chocolates Mars. Pero sobre todo, recuerdo el dulce sabor de los labios de Yasmine, que fueron los primeros besos que me eché a la boca. Nada había más hermoso en Irlanda que la luz de la mañana reflejándose en su larga melena rubia, ni nada más excitante que su acento francés pronunciando mi nombre. Me acuerdo de ella en días así, y también cada vez que se disputa la final de un mundial de fútbol, porque durante aquella final del mundial de España ella me tomó disimuladamente de la mano, me llevó a un rincón de aquel pub hasta los topes de gente y me besó como no me han vuelto a besar jamás. O quizás es que el primero siempre sabe distinto.

 

Acabo de preguntar a mi compañero, muy puesto en historia del fútbol, quién ganó aquella final. Italia, dice. Pues mira qué bien, y yo sin saberlo hasta hoy.

 

 

Un encuentro inesperado

No podría calcular el tiempo que llevaba sin verlo. ¿Diez? ¿Quince años?. Por ahí. Sabía por su hermana que mi mejor amigo de la infancia andaba por Pekín, trabajando como lector en una universidad y que se había casado allí con una china. Cuando le vi acercarse de lejos sospeché de esa forma de andar tan peculiar que me resultaba muy familiar, pero lo que corroboró mis sospechas fueron los rasgos orientales de la chica que caminaba a su lado. “¿Jaime?” le pregunté a bocajarro cuando pasó a mi lado. “¡Coño, Pepe!” fue todo lo que pudo decir antes de fundirnos en un fraternal abrazo ante la atónita mirada de la china.

 

Jaime es el tío más inteligente que he conocido nunca. Con siete años leía una sola vez una página de un libro y podía repetírtela de cabo a rabo hasta con puntos y comas. Nos conocimos a esa edad, en el colegio, y nos hicimos inseparables. Así parecía explicárselo a su mujer (que no habla ni papa de español) mientras tomábamos unas cañas en la barra del Gorrión. “Joder, aquí todo está exactamente igual” apreciaba Jaime sin dejar de escudriñar las centenarias paredes del local, cuya pintura es de un color indescriptible por el paso de los años y cuyos carteles taurinos de los tiempos de Manolete se mantienen siempre en el mismo estado por alguna misteriosa razón.

 

Allí recordamos nuestra primera película en el cine juntos, sin padres, con siete años: “Lawrence de Arabia” en el cine Asuán, demolido recientemente y sobre cuyo solar se alza ahora un modernísimo edificio de oficinas. Entonces había una señora gorda que hacía de acomodadora y que se ofreció a acompañarnos a nuestras butacas. “No gracias, podemos solos” dijo Jaime autosuficiente. Y la verdad es que hasta bien entrada la película no conseguimos sentarnos porque no encontrábamos nuestro sitio, y al final lo hicimos en la primera pareja de butacas que encontramos libres.

 

También salió a colación nuestro proyecto ganadero de montar una granja de grillos, a cuyo fin metimos en una pelota rajada un buen número de especimenes que encontramos en el patio del colegio. El problema fue cuando en mitad de la clase los grillos empezaron a cantar y la profesora (que a la sazón era mi tía) no tuvo duda de quiénes habían sido los autores de semejante idea. A punto estuvimos de comer grillos ese día.

 

La misma profesora que un día, reciente el atentado a Carrero Blanco, nos pilló unos carnets de ETA que nos habíamos hecho orgullosos de nuestra militancia abertzale (aunque entonces no sabíamos qué demonios era eso) y llamó a nuestros padres advirtiéndoles de nuestra inaceptable ideología política (y eso que sólo teníamos nueve años). Hay que decir que ambos éramos forofos del Athlétic de Bilbao y aquello no era sino el resultado de llevar nuestra pasión futbolística hasta sus últimas consecuencias.

 

Pasamos toda nuestra infancia juntos, y ni los veranos nos separaban, ya que nos organizábamos para pasar temporadas uno en casa del otro. Luego vino el instituto y ahí el contacto fue menor. Hasta que un día vino a buscarme a clase y me propuso hacer unas extrañas jornadas de fin de semana con un grupo cristiano. Teníamos 16 años, yo pasaba un rato largo de eso y le costó convencerme. Pero al final tuve que ceder y aún se lo estoy agradeciendo.

 

Retomamos el contacto en Granada, en nuestros años universitarios. Eran mediados de los ochenta y la actividad cultural en aquella ciudad bullía en cualquier rincón. Nos dio por lo alternativo, como se dice ahora, y nos leímos todos los libros de filosofía que caían en nuestras manos. Yo me eché una novia, él otra, pero como entre ellas no congeniaban mucho fuimos dejando de vernos.

 

Luego le perdí el rastro, aunque de vez en cuando tenía noticias suyas. Un día me envió una invitación de boda extrañísima, en la que dos manos rompían una cadena y se podía leer “Nos casamos tal día a tal hora. Uniremos nuestras vidas y romperemos las cadenas.” Le llamé para disculpar mi ausencia, pues tenía un examen ese mismo día. Me dijo que su novia estaba embarazada y que el padre de ella los había obligado a casarse. Le deseé buena suerte y ésa fue la última vez que hablé con él hasta el mediodía de ayer. Luego le vi en el periódico encabezando las listas de un partido político de ideología radical e independentista andaluza que, naturalmente, no llegó a ninguna parte, aunque en homenaje a nuestra rancia amistad uno de los 301 votos que obtuvo en los comicios locales fue el mío.

 

Todo esto rememorábamos en la barra de madera del Gorrión, con el precio de las consumiciones escrito a tiza sobre la misma, mientras la china daba silenciosa buena cuenta de su último descubrimiento: el vino San Domingo, que fresquito y con unos tacos de queso sabe a gloria bendita. La miré en una pausa de la conversación y crucé una significativa mirada con Jaime, pues no sabía si era por el puñado de copas que llevaba encima o porque los rasgos orientales son así, pero el caso es que los ojos empezaban a bailarle y brillarle de forma extraña. Mi amigo la miró divertido y le dijo en un castellano que ella, naturalmente, no entendió: “¡Hoy sí que vas a descubrir la siesta, Lin-Tsú!” (o algo así se llama).

 

Tras el tapeo tomamos unos cafés y las preceptivas copas, y bien entrada la tarde, bastante “perjudicados” ambos por la ingesta de alcohol precedente (no digamos la china, que a estas alturas nos deleitaba de vez en cuando y sin venir a cuento con cánticos regionales de su tierra, que los dos simulábamos escuchar con atención) decidimos dar por terminado el encuentro, muy a nuestro pesar.

 

Fue a la hora de despedirnos, tras el intercambio de direcciones, e-mails, teléfonos y de un nuevo abrazo cuando me cogió del brazo y en tono confidencial me dijo “oye, ¿sigues oyendo a Elvis?”. “Cada día”, le contesté. “Entonces ya tenemos tema para otro encuentro. Yo te llamo”.

 

Espero que así sea.

 

El anuncio

El otro día encontré este anuncio navegando sin rumbo por internet. En cuanto se lo enseñé a mi mujer corrió a esconder todas las escrituras. ¿Por qué será?

Jefferson y sus huéspedes

El otro día durante media hora me sentí el chófer oficial de la Casa Blanca, sección Fiambres Ilustres, pues llevaba a bordo del coche nada menos que a Jefferson, Jackson y Washington, ahí es nada. Pero no se alarmen, no consumí ningún tipo de sustancias psicotrópicas: es el nombre de los ecuatorianos que trabajan conmigo en el tajo.

Hoy vengo a hablarles del primero de ellos; y una de dos: o yo tenía un concepto equivocado de él o va a ser verdad que la Navidad ablanda los corazones de los mortales. El caso es que Jefferson, que más o menos regularmente trabaja con nosotros en el campo a lo largo de todo el año, era, hasta el inicio de esta campaña, un tipo que no me inspiraba demasiadas simpatías, pues la formalidad no es su punto fuerte y, por el contrario, es un consumado experto en inventar las más variadas excusas para no acudir al trabajo, particularmente en vísperas de fin de semana. Trabaja bien pero incluso en el tajo tiene un punto altanero que a veces irrita a sus propios compatriotas.

Para esta cosecha, como algunos de ustedes saben, hemos integrado en la cuadrilla a cinco senegaleses legalmente documentados (o eso parece, porque el que sale en la foto de la tarjeta de residencia y trabajo podría ser también el que vende los CDs en la puerta de mi despacho) a los que había que buscar vivienda digna mientras dure la campaña. Se lo comenté a Jefferson y él se ofreció a acogerlos en su piso en el que había dos habitaciones libres y camas suficientes a cambio, naturalmente, del correspondiente "alquiler". Pactado el precio me presenté al día siguiente en su vivienda con los cinco subsaharianos y, sorprendido e indignado al verlos, me llamó aparte y me comentó:

- Abogado ... -ésa es otra, a los ecuatorianos no hay quien los saque de llamarte por el título universitario aunque estés de barro hasta las rodillas tirando de un fardo hombro con hombro en mitad de un olivar- ...¡usted sabía que eran de color!.

- Pues claro, no van a ser transparentes -le contesté tirándole una larga cambiada para ganar tiempo.

En realidad cuando tratamos el tema le hablé de "senegaleses" con toda mi buena fe y tratando de ser lo más políticamente correcto posible, entendiendo yo que el término ya reduce bastante las opciones en cuanto al color de la piel y que no hace falta ser catedrático en sociología geopolítica mundial para albergar bastantes sospechas (si no todas) al respecto. No parecía ser ése el caso de Jefferson.

- No, no -respondió él contrariado- quiero decir de color ... ¡negro!.

"Hay que joderse", pensé, "como si tú fueras un rubio platino escandinavo". Y es que en la escala del uno al diez, siendo el diez el "negro como la panza una olla" (expresión de mi amado suegro) de sus futuros huéspedes, Jefferson ocupa el escalón inmediatamente inferior.

Así que tuve que tranquilizarle invocando los principios universales de la igualdad de razas y la alianza de civilizaciones (a ZP se le habrían saltado las lágrimas de oírme, seguro), que todos somos personas y que poco importa el color de la piel y todo eso, mientras en mis adentros pensaba "manda huevos que tenga yo que darle este sermón a un inmigrante ecuatoriano". Al final, y tras ver desestimadas sus intenciones de incrementar el precio del alquiler por el mero motivo de la raza de sus huéspedes (sospecho que ahí es a donde quería llegar, el muy granuja) no tuvo más remedio que aceptar.

Al día siguiente, primero de trabajo de los senegaleses, Jefferson planteó la primera queja de convivencia: sus nuevos compañeros de piso habían estado trasteando el mando de ONO y se habían entretenido en comprar dieciséis películas a base de darle al botón "OK" en los canales de pago. Naturalmente pretendía que yo abonara el importe, a lo que me negué aconsejándole que en adelante pusiera a buen recaudo el mando u, opción mucho más práctica, dedicase un par de horas a impartirles un curso práctico en lenguaje de sordomudos sobre su uso.

El tercer día observé que Jefferson y el resto de la cuadrilla llamaban a los senegaleses por el nombre genérico de "Luís". Mi teoría es que, siendo su lengua oficial el francés, aunque entre ellos se comunican en un dialecto llamado "Wolof" (uno también va aprendiendo cosas), y responder a todo "oui", el referido nombre les vino por afinidad a su pronunciación en andaluz ("Luí"). Y es que una campaña de aceituna da hasta para disquisiciones etimológicas.

Sin embargo, etimologías aparte y desde el punto de vista de la productividad, resulta poco práctico llamar a "Luís" y que cinco tíos dejen lo que están haciendo y vengan raudos y solícitos a ver qué se les manda, cuando tú sólo requieres a uno. Así que al cuarto día, aprovechando el rato previo que pasamos junto a la candela (hoguera) antes de empezar la jornada, dispuse hacer las presentaciones formales e individualizadas de los senegaleses. Preguntados en mi francés rudimentario de medio año en el instituto "¿cómo es que tú tapel?" (disculpen que no sepa cómo se escribe; primo, échame una mano) empezaron a autodesignarse con extraños nombres entre grandes risotadas, del tipo "Didi", "Yaya", "Ori", "Adu" y "Ben Johnson". "Éstos son unos cachondos y no las están pegando con queso", pensé, viendo corroboradas mis sospechas más tarde a la vista de sus tarjetas de residencia (curiosamente Ben Johnson fue el único que dijo la verdad), pero bueno, están en su derecho a tomarse la revancha lingüística y llamarse cómo les dé la gana. Supongo que es como si yo voy a su país y digo que me llamo "Elvis" para que todos me llamen así.

Con el paso de los días he ido observando un progresivo cambio de talante en Jefferson con respecto a sus huéspedes. De la inicial desconfianza e incluso indignación fue pasando a cierta camaradería y, en la actualidad, a un total paternalismo. Sin ir más lejos antes de ayer se dieron dos casos que me dejaron perplejo. "Ori" decía (con gestos y el par de palabras que sabe de castellano) que había pasado una mala noche afectado de dolor de estómago, y el primer comentario que se escuchó fue "a éste le llevo esta tarde al médico", proveniente de Jefferson, naturalmente. Más tarde, finalizada la jornada laboral y mientras nos cambiábamos de ropa, otro de los senegaleses exhibió al descalzarse un enorme "tomate" en su calcetín blanco que contrastaba abrumadoramente con el color del dedo que por él asomaba. Habría pasado totalmente desapercibido de no ser por el comentario de Jefferson: "¡pero Luís, cómo vienes a trabajar así, hombre, con el frío que hace!, esta tarde cuando vuelva con éste del médico nos vamos a comprarte unos calcetines en condiciones".

Además he sabido que Jefferson prepara cena para todos cada noche (evitando el cerdo en respeto a las creencias musulmanas de sus huéspedes) y, a cambio, éstos hacen limpieza general y le dejan la casa como los chorros del oro los días de paro formal o sobrevenido, es decir, los festivos o cuando llueve. Hasta me confesó el otro día que les echará de menos el día que no estén. Así que ya ven, el campo tiene estas cosas, y hasta propicia asistir a una bonita historia de integración y armonía entre razas. Al menos de momento, que tampoco es un servidor muy partidario de echar las campanas al vuelo antes de hora.

Por cierto, durante todo el tiempo que llevamos de campaña (treinta y siete días al momento de escribir estas líneas), Jefferson sólo ha faltado una vez al trabajo. Fue un domingo, concretamente. Al presentarse solos los senegaleses y preguntarles por su anfitrión, contestaron muertos de risa "Jefferson hoy no trabajar, él disé ir ayuntamiento, papeles".

Hasta la facultad de inventar excusas la está perdiendo.

 

P.D.: ¡Feliz Año Nuevo a todos/-as!

Yo también les vi

 

Al hilo del manifiesto a favor de SS.MM. los Reyes Magos y de este ambiente prenavideño que cada año comienza antes, les contaré lo que el otro día me narraba mi hermana acerca de una conversación mantenida con su hija. Mi sobrina y mi Claudia, que se llevan justo un mes de diferencia, se encuentran en esa etapa de la vida en que el asunto de los Reyes Magos se convierte en el principal enigma a resolver. Inevitablemente en el colegio algunos compañeros -sobre todo los que tienen hermanos mayores- han empezado a abrirles los ojos acerca de la verdad que se esconde tras esta monumental mentira piadosa que los padres, generación tras generación, hemos venido urdiendo. Al menos hasta ahora, que tal y como está el patio no sé yo si durará mucho.

 

El caso es que ambas primas albergan dudas más que razonables y a su edad creer en la existencia de los Magos de Oriente supone un ejercicio de fe difícil de sobrellevar. A falta de "confirmación oficial" por parte de la autoridad paterna, se aferran a algo parecido a  aquel cartel que Mulder, el agente de "Expediente X", tenía colgado en su oficina: "I want to believe" ("quiero creer"). Pero claro, la ingenuidad de la infancia dura poco (¡parece que fue ayer!) por mucha voluntad que se le quiera poner.

Y es que incluso con "confirmación oficial" se resisten a desprenderse de esa parcela de la vida que van dejando atrás mientras sus pasos caminan inexorables hacia la adolescencia. Me contaba mi hermana que mi sobrina se armó de valor y planteó la pregunta directamente a su madre. "Mamá, ¿los Reyes son los padres?". Mi hermana, que no es el colmo de la diplomacia ni pertenece a la cofradía de los paños calientes, contestó con un seco "Pues claro". Posiblemente porque aquella respuesta seca y directa no se la esperaba mi sobrina no se rindió y agarrándose a un clavo ardiendo le contestó: "Eso no es verdad, porque ... ¡yo les vi!". Mi hermana le explicó que los que salen en la cabalgata son gente disfrazada, creyendo que la visión a la que se refería era ésa. "No, no, yo les vi en el pasillo de casa, una noche de Reyes".

Y casi me avergüenza contarlo, pero a mí me pasó exactamente lo mismo. No recuerdo a qué edad, pero una noche de Reyes en la que, como todas, me costaba conciliar el sueño -algo que aún me pasa- desfilaron ante la puerta de mi dormitorio las siluetas de los tres magos. Por éstas que los vi con estos ojitos que se han de comer los gusanos. Y hasta he corroborado mi visión preguntando a mis padres si acaso se disfrazaban de reyes en esa noche, con respuesta negativa, por supuesto. Pero sigo estando seguro de que les vi, ése es quizás el recuerdo más imborrable de mi infancia. La fe, dicen, mueve montañas ... y crea visiones.

Por eso el otro día, cuando mi hermana contaba la conversación mantenida con su hija, todos me miraron estupefactos cuando, sin perder la compostura, afirmé al terminar su relato con toda la seriedad que me fue posible: "Pues lleva razón tu hija, porque yo también les vi".

Mis amigos de la infancia

 

En algún momento de mi adolescencia postrera debió tener lugar aquel infame juicio sumarísimo. Quiero pensar que ocurrió como en ese episodio del Quijote en el que entre el cura y el bachiller, creo recordar, deciden qué libros del hidalgo manchego debían ser condenados a la hoguera y cuáles salvados. Posiblemente fue debido a la falta de espacio en las estanterías de mi dormitorio, o porque una mañana me levanté y me sentí absurdamente mayor, pero el caso es que, por más que lo intento, no logro recordar el momento en que sucedió.

 

Sin embargo, como esos cadáveres que aparecen al cabo de los siglos emparedados entre  muros centenarios, ahí estaban de nuevo los libros de mi infancia y adolescencia, rescatados del olvido con motivo de la limpieza general emprendida en estos días por mi madre en los silentes armarios del trastero de su casa, de "mi casa", como aún la llamo. Dos enormes cajas de cartón repletas de libros que han emergido a mis ojos como cofres repletos de tesoros que algún pirata abandonó en una isla desierta. Gracias al cielo que mi progenitora tuvo a bien consultarme antes de deshacerse de ellos para siempre.

 

Dediqué la mañana del sábado en compañía de mis hijas a ir sacándolos uno a uno y me ocurrió una cosa curiosa: recordaba argumentos y personajes con mucha más nitidez que los de cualquier novela que haya leído el año pasado, e incluso éste. Será porque entonces me asomaba a aquellas páginas ávido de vivir las aventuras de sus protagonistas, de sentir el olor a salitre que desprendían (y juro que aún desprenden, pese a no haber salido nunca de mi casa) las tapas de las novelas de Sandokán, de tocar el polvo del desierto de Arizona por el que indios y vaqueros dirimían sus rencillas narradas por Karl May, de sentir el frío acero del Nautilus del Capitán Nemo, de escuchar los ejemplares cuentos que Patronio contaba a su señor, el Conde Lucanor. También estaban las colecciones casi completas de aquellas pandas de Los Cinco y Los Siete Secretos salidas de la pluma de la prolífica Enyd Blyton, cuyas páginas huelen a merienda de galletas María y chocolate "La Campana". Rememoré aquellos veranos que pasé leyendo las aventuras del Lazarillo de Tormes y compartiendo las desdichas de El Último Mohicano, y las semanas santas en que anduve recorriendo el Mississippi con mi amigo Tom Sawyer o visitando  mundos inimaginables de la mano del gigante o enano Gulliver, según fuera el caso. Por supuesto fui visitado, como el señor Scrooge de Dickens, por el espíritu de las navidades pasadas, presentes y futuras y di la vuelta al mundo en ochenta días, viví los peligros de la selva junto a Orzowei y los de la jungla junto al Mowgli de Kipling. Y muchos, muchos más, casi todos con mi nombre y apellidos manuscritos con pueril caligrafía en su primera página.

 

A cada libro que sacaba de su ataúd mis expresiones de alegría iban en aumento, como quien se reencuentra con viejos amigos a los que no veía desde hace mucho tiempo. Mis hijas me miraban divertidas mientras curioseaban algunos títulos, aunque creo que no llegaban a entender tanto júbilo. Pese a que tanto su madre como yo intentamos inculcarles el gusto por la lectura me temo que en estos tiempos de videojuegos y deuvedés no logran comprender las horas de placer y diversión que pasé entre esas páginas cuando tenía su edad. A veces las envidio por todo lo que la vida les ha puesto al alcance, pero les aseguro que el sábado sentí una gran compasión por ellas.

Jálogüin

 

 

Me lo veía venir un año de estos, y ha tocado éste: ayer mis hijas me pidieron permiso para disfrazarse de vampiras en la fiesta de "Jálogüin", así, con esa "j" de Jaén que tan marcadamente pronunciamos aquí.

- ¿En la fiesta de qué?- contesté, sabiendo de sobra a qué se referían pero con la aviesa intención de ver si ellas lo sabían igualmente.

- De Jalogüin papá, ya sabes, disfraces de cosas de miedo y eso.

- Que yo sepa aquí sólo nos disfrazamos para carnaval, ¿es que lo han adelantado este año?".

Se miraron entre ellas incrédulas de que su padre no supiera lo que es Jálogüin y lo confundiera con el carnaval.

- No papá, es eso que sale en las películas, los niños vestidos de vampiro, de esqueleto, de diablo, que van por las casas asustando a la gente - ellas siempre se sienten importantes cuando son conscientes de que saben algo que su padre no sabe.

- ¡Ah!, en las pelis americanas queréis decir. ¿Y eso cuándo es?

- Pues el día 1 de noviembre.

- ¿Pero ése no es el día de Todos los Santos? ¿la víspera del día de los Difuntos?

- No sé - me contesta Claudia dubitativa, pero finalmente añade resuelta - es ... Jálogüin.

Entonces vinieron a mi mente los recuerdos de mi infancia en la noche de Difuntos: el don Juan Tenorio que inevitablemente se emitía año tras año en la tele en blanco y negro, las cenas en casa de mi abuela, con aquellas pequeñas mechas encendidas sobre aceite que aquí llamaban "palomicas" y las siniestras sombras que proyectaban sobre los rincones de la habitación a oscuras, mientras los mayores entonaban extrañas e ininteligibles oraciones y letanías por el alma de los difuntos en un tono anormalmente grave; por si no era de por sí bastante inquietante el ambiente, los primos mayores se dedicaban a asustarnos aún más a los de menor edad. Tradiciones que se han perdido en el devenir generacional, pero que en ese momento conté a mis hijas. Al terminar, naturalmente, ellas seguían considerando más divertida la tradición yanki.

- Bien, pues haremos una cosa - dije adoptando una de mis soluciones salomónicas -. Este año cada cual que celebre "Jálogüin" o la noche de Difuntos como quiera. Eso sí, el que opte por lo americano se queda sin probar los buñuelos, los huesos de santo, la batata con miel y las gachas de la abuela. En su lugar puede cenar hamburguesas o palomitas.

"Por la boca muere el pez", pensé, porque inmediatamente ambas empezaron a protestar. De nada les sirvió, porque hice un llamamiento a la coherencia. O redondo o cuadrado, o de Jaén o de Wisconsin, o buñuelos o hamburguesas. Así que por este año (les chiflan los dulces que hace mi madre) hemos ganado a las todopoderosas multinacionales, pero ya veremos en los venideros.

Ahora lo llaman globalización, pero esto de toda la vida ha sido imperialismo. Me cago en todos sus muertos, sus vampiros y su calabaza, nunca mejor dicho.

 

¡Intoxicados!

 

¡Vaya por Dios! Ahora resulta que esta ciudad que me vio nacer y me ve morir cada día es de las cinco más tóxicas de España. Como lo leen. Lo dice, en su estudio "Calidad del aire en las ciudades españolas", el Observatorio Español de la Sostenibilidad. Y un servidor ensalzando hace unos cuantos artículos en esta misma página la brisa matinal con aroma a pino que disfrutamos cada mañana. Pues va a ser que no. Va a ser que el ayuntamiento nos tiene engañados y activa a esa hora un sofisticado e invisible sistema de ambientadores y ventiladores en la vía pública. Ilusos.

Pero vamos a ver, contrariado me hallo: ¿aquí no estamos rodeados por montañas y sierras y mares de olivos, y tenemos el mayor parque natural del país a tiro de piedra? ¿Cómo va a ser eso, señores observadores españoles de la sostenibilidad? Dicen ustedes en su sesudo estudio que la toxicidad del aire la producen la industria y los vehículos ... ¿Industria? ¿Qué industria? Si aquí la única fábrica medio decente que hay es la de galletas Cuétara, que contaminar no sé si contamina, pero no veas cómo jumela el aire a galleta recién hecha cuando pasas por allí, que te entra un hambre que pa qué. Aparte de las almazaras de aceite, yo más industria no he visto por aquí, que ya nos gustaría.

Aunque lo de los vehículos hay que reconocer que es otro cantar. Y ahora que lo pienso, pues hasta puede que lleven razón los observadores estos. Porque hay días que uno ve en la calle más coches que personas, y precisamente días laborables y a horas laborables, que uno se pregunta ¿dónde va tanta gente? ¿no deberían estar currando?. Y si encima caen cuatro gotas a primera hora de la mañana ya ni les cuento. Y no son esos coches que anuncian ahora "ecológicos", qué va. Aquí lo que impera es el todoterreno, que uno a veces piensa si no los regalarán en algún sitio. Y no para el campo, que es para lo que se supone que sirven. Aquí las señoras llevan a sus niños al cole en unos bicharracos que no caben por la calle, oiga, y luego se van al Pryca (que aunque le cambiaron el nombre aquí se le sigue llamando así; para un centro comercial que hay no lo vamos a andar rebautizando cada dos por tres) a hacer la compra y al regresar a casa es cuando viene la verdadera utilidad del nisanpatrol: aparcar montando las dos ruedas en la acera, en la misma puerta de casa, sin rozar los bajos con esos bordillos tan altos que con tan mala leche puso el ayuntamiento, que ya son ganas de molestar (las del ayuntamiento, claro). Y a los quisquillosos peatones que protestan porque no pueden caminar por la acera que les den, que van a ser cinco minutos, joer.

Así que apañados vamos. Respirar, lo justo, so pena de morir por sobredosis de toxinas. Menos mal que nos queda el aceite de oliva, que dicen que es muy sano y tiene propiedades benéficas para escribir una enciclopedia. A ver si tenemos suerte y compensamos una cosa con la otra.

La Hoguera de las Vanidades

 

Hubo un tiempo en que llegué a formar parte de ellos. Me refiero a mis "compañeros", como con falso corporativismo nos llamamos entre nosotros los miembros del Ilustre Colegio de Abogados. Aunque ayer me di cuenta de lo lejos que me encuentro ya de ellos.

Acabábamos de celebrar un juicio y alguien propuso tomar un café. Pero allí, en la barra del bar, de los cinco resplandecientes figurines entrajetados con sus oscuras togas distraídamente colgadas del brazo, aunque bien visibles al resto de la concurrencia para que quedara perfectamente clara nuestra "respetable" dedicación profesional, el que sobraba era un servidor de ustedes. Mis compañeros hablaban animadamente a grandes voces, dándose cada cual una farisea auto-importancia que se traducía en lo complicado y trascendental de los asuntos que trabajan en sus despachos. De vez en cuando su tono de voz bajaba hasta lo casi inaudible para comentar en tono confidencial los últimos cotilleos de la curia, consistentes en los líos de faldas de tal o cual juez con tal o cual abogada, mostrando los demás fingidos rostros de sorpresa e incluso escándalo ante tan irreverentes revelaciones. Todos parecían disfrutar con aquello, excepto el abajo firmante. Aburrido y sin apenas haber abierto la boca durante la reunión fingí una urgencia en el despacho (no voy a ser yo menos importante que ellos), pagué la ronda de cafés (pese a estar rodeado de tan excelsos y exitosos letrados nadie hizo el menor intento de cambiar mi intención en esto) y salí de allí como alma que lleva el diablo.

Después de comer, para aliviar la tensión que me produce cualquier mañana de juicios y que me dura hasta varias horas después de acabado el evento, decidí dar una vuelta por el campo. Y tuve la suerte de encontrarme con el guarda del coto y pasamos un buen rato apoyados en los viejos aperos de la era, contemplando entre cigarro y cigarro el ir y venir de las perdices. Y qué quieren que les diga, los gogoritos de su canto llamándose unas a otras y todas las demás explicaciones que me iba dando el guarda sobre el cortejo de estas inteligentes aves me resultaron mil veces más interesantes que la ajetreada vida sexual de su señoría que me habían contado horas antes. Y aunque no tan pulcros y resplandecientes como el traje gris, los pantalones vaqueros y la camisa de cuadros son mil veces más cómodos. Por no hablar de los viejos aperos en comparación con la barra del bar.

Lo único que lamento a veces es el tiempo perdido en esos vanidosos cafés. No dejo de reprocharme cómo he podido llegar a estar tan ciego.

El Regreso

Ha sido poco más de una semana, pero parece que haya pasado más de un mes desde que dejamos el terruño camino de ese mar andaluz que con el tiempo, y mira que antes lo detestaba, se ha convertido en mi infalible cargador anual de baterías.

Y es curioso ese sentimiento de regreso de todos los años; vuelvo mirando las casas, las calles, incluso las personas, constatando aliviado que todo sigue igual, en el mismo sitio donde lo dejé, por pocos días que haya estado fuera. Asegurándome de que la ciudad me ha sido fiel una vez más y no ha aprovechado mi ausencia para introducir cambios en su fisonomía que a mí no me hubiera gustado perderme. Es como despertar de un sueño a la realidad cotidiana, y siento cierta tranquilidad al deambular por las mismas calles de fachadas encaladas, aunque cada vez menos por esos absurdos aunque prácticos tonos ocres del albero taurino que últimamente se están imponiendo. Y saludo las mismas caras en los mismos sitios, y advierto el vaivén de las rotundas caderas de mis paisanas en las cuestas del casco antiguo, porque esta ciudad está en la ladera de un monte y dicen los viejos que de tanto subir las callejas de pronunciado desnivel las morenas que habitan los barrios altos son culonas de causar admiración (y tentación) entre la población masculina.

Ahora que aún me puedo permitir un paseo con las primeras luces apuntando hacia la cruz que vigila estática desde la cima del cerro percibo el olor de esta ciudad, aunque sé que en un par de días lo habré asimilado y me será tan cotidiano que me pasará desapercibido. El olor a pan recién hecho, a guiso casero y, sobre todo, el olor a pino que trae la brisa que baja a estas horas desde el cerro, ventilando cada rincón de los callejones morunos y angostos. Me pasa igual cuando llego a orillas del mar: durante los dos primeros días percibo el olor a salitre, la humedad que trae la brisa hasta la orilla, pero pasados esos días ese aroma no existe porque uno se ha integrado ya en el paisaje y forma parte de él. Así se lo tuve que explicar a mi hija, que al tercer día me preguntó “¿por qué ya no huele el mar?”. Y creo que lo entendió porque advertí cierta contrariedad en su expresión, como si le disgustara haber sido engullida tan deprisa por el entorno. Entonces dijo algo desde su perspectiva infantil que me dejó muy pensativo: “entonces, el mar huele sólo para el que acaba de llegar durante los primeros días porque es su forma de darle la bienvenida, ¿no, papá?”.

Algo así debe ser. Me gusta esa idea de que las ciudades, los paisajes, los sitios, nos dan la bienvenida y luego nos acogen como una parte más de ellos mismos.

En Isla Mágica a 50 grados

Creo que era en la película "My Fair Lady" en la que entonaban la siguiente cantinela: "la lluvia en Sevilla es una maravilla". Y desde luego que debe serlo y no habría venido nada mal el pasado sábado cuando visité, en compañía de la familia, el parque "Isla Mágica".

En estas fechas son habituales en los telediarios esas imágenes de los hispalenses bañándose en las fuentes públicas y resoplando "ozú, qué caló" con los termómetros marcando 50 grados. Y, hasta este finde, uno pensaba "no son exageraos los sevillanos ni ná" porque por estos lares también vamos bien despachados de flama a partir del mediodía. Pero doy fe de que es absolutamente cierto. O eso o yo he tenido la infinita "suerte" de ir a visitarlos en los días que se han batido todos los records. Efectivamente, 50 grados al sol, palabrita del Niño Jesús.

Menos mal que en estos parques casi todo está permitido, nadie te conoce y con tales temperaturas es obligado ponerse chorreando en la primera fuente que te encuentras o en la mayoría de las atracciones. Como mínimo hay que sumergir la gorra en el agua y ponérsela tal cual sobre la sesera. Si no es por eso de allí no salimos vivos. Pensarán que exagero, pero baste un dato: a lo largo del día pudimos ingerir del orden de tres litros de agua cada uno, y ni una sola vez tuvimos que visitar esa atracción de la que, mis hijas sobre todo, son asiduas: el WC; señal evidente de que el cuerpo iba absorviendo todo el líquido y no dejaba nada para "las sobras".

Por lo demás, me gustó el parque, aunque en cuestión de atracciones la verdad es que difieren poco unos de otros. De mi bagaje en parques temáticos da buena fe la puerta del frigorífico de casa, donde descansan los imanes de Disnelyland Paris, Warner Bros Park, Selwo Aventura, Selwo Marina, Terra Mitica, Tivoli World, el Loro Parque de Tenerife y algunos más, así que uno ya tiene cierta experiencia. De todos, mi favorito (dejando aparte Disneyland Paris, que va fuera de concurso) sigue siendo Terra Mitica, un parque que al parecer no termina de despegar y que a mí me pareció el único en el que los niños, aparte de divertirse, pueden aprender algo de historia. Bien es cierto que a la Warner le debo otra visita, porque el día que allí estuvimos un servidor amaneció con un dolor de muelas de esos que te anulan el ánimo y te hacen desear estar en cualquier otro sitio menos en la "casa de Piolín".

Así que una vez que mis hijas han tachado de su lista el parque sevillano apuntan a los dos que quedan, al menos de los que ellas conocen: Dinópolis, en Teruel, y Port Aventura, en Tarragona. Éstos, por la distancia más que notable a recorrer, tendrán que esperar, aunque ya me están recordando la existencia de dos parques "menores" que nos pillan a tiro este verano: uno de lobos en Antequera y otro de cocodrilos en Torremolinos. Como empiecen a especializar los parques por especies animales me temo que no acabaremos nunca.

Lecturas de verano

¡Madre mía! ¡Un mes sin entrar por aquí! ¡Qué abandonado tengo el garito!

Bueno, a lo que vamos. Lamentablemente agosto se está convirtiendo en el único mes que puedo dedicar a la lectura de cualquier cosa que no tenga que ver con leyes o campo. Y ya que se acercan mis, no sé si este año bien merecidas, vacaciones, estoy preparando el compendio de libros que pienso meterme entre pecho y espalda en cuanto cierre el despacho la semana que viene. El año pasado no me fue nada mal y tuve suerte con las elecciones que hice, aconsejado en algunas magistralmente por la dueña del kiosco de prensa de La Carihuela. Éstas fueron las del pasado verano:

"La reina del sur", de Pérez Reverte

"A sangre fría", de Truman Capote

(estas dos son las que yo ya llevaba preparadas desde casa, pero se me acabaron pronto)

"La aventura del tocador de señoras", de Eduardo Mendoza

"El misterio de la cripta encantada", de Eduardo Mendoza

"El laberinto de las aceitunas", de Eduardo Mendoza

(estas tres forman una trilogía, de la que me recomendaron la primera, que en realidad es la tercera, así que al volver a casa mi hermana me dejó las otras dos para completarla)

"Lo mejor que le puede pasar a un cruasán", de Pablo Tussell (o algo así, no recuerdo bien el nombre ahora, algo más floja que las anteriores pero divertida, que es de lo que se trata en verano).

Para este año tengo ya preparados dos: "La sombra del viento", de Ruiz Zafón, que lleva años en la estantería esperándome y de este año no pasa, y "El viejo y el mar", un relato de Hemingway que he comprado esta mañana porque nunca he leído nada de este autor y me pica la curiosidad; el título, además, parece propicio para leer en una tumbona de playa.

Y de momento no se me ocurren más. Así que apelo a la inagotable fuente de sabiduría que atesoran los que de vez en cuando se pasan por aquí (si es que todavía se sigue pasando alguien) para que me aconsejen algunos títulos. Prometo escuchar todas las sugerencias y tomar buena nota. Gracias de antemano.

La búsqueda

La búsqueda  

 

Pocas cosas resultan tan reconfortantes en esta vida como dar cumplimiento a los deseos e ilusiones de un hijo. Y mi hija Claudia lo ha tenido clarísimo desde que dijo su primerísima palabra: "ya-ya" ("gua-gua") señalando desde su sillita de paseo a todo perro que se le ofrecía a la vista; desde ese día tener un perro en casa se convirtió en su máxima aspiración en la vida.

 

Tanto su madre como el abajo firmante habíamos resistido hasta ahora con denodado esfuerzo todos sus envites y chantajes emocionales, negándonos inflexibles y recurriendo a sucedáneos en inútil esperanza de colmar sus anhelos. Pero todos, desde los peluches hasta el conejo "Tambor" (q.e.p.d.), pasando por las mascotas virtuales de la Nintendo, se revelaron insuficientes. Incluso lo son los cachorros de cortijos vecinos con los que puede jugar durante los fines de semana. Claudia quería un perrito en casa al que poder pasear por calles y parques que, con el tiempo, fue definiendo incluso en raza, sexo y pelaje: un cocker, macho y color canela. Así un día tras otro, inaccesible al desaliento, durante nueve años.

 

Y al final, claro, hemos claudicado (palabra, por cierto, que parece tener igual raíz etimológica que el nombre de mi hija). Así que, sin que ella se enterase, hubo que buscar perrito. Y el primer lugar donde uno busca, por lógica, es en una tienda de animales.

 

La cosa pareció empezar bien, pues Jose, el dueño de la tienda con el que hice buenas migas en mi época de criador de un conejo enano, me dijo que precisamente una clienta acababa de tener una camada de cockers (bueno, la clienta no, sino su perra, naturalmente) y que en unos diez días podría ponerlos a la venta. Eso sí, eran blancos y negros. Pasando por alto el inconveniente del color  hice la oportuna reserva y le di todas las facilidades del mundo para localizarme a cualquier hora del día o de la noche cuando llegaran los cachorros, no sin antes advertirle que me iba la vida en ello (y a él, por extensión, también).

 

Pasaban los días y sin noticias de Jose, así que me pasé una mañana por la tienda para escuchar las nefastas noticias: los cockers habían sido vendidos a un tercero y, de momento, no había posibilidad de hacerse con cachorros de esta raza. Mi gozo en un pozo. Faltaban veinte días para la Comunión, así que había que ponerse las pilas. A la doña, de momento, mejor no comentarle el contratiempo, le ahorraremos nuevos agobios.

 

No podía permitirme otro par de semanas esperando a que otra tienda intentase localizar el perro sin garantizarme el resultado, así que el siguiente paso fue el "hágalo vd mismo" (no sé cómo me las apaño pero siempre acabo en este paso) y, ¿dónde está todo lo que uno puede necesitar sin tener que moverse de casa?. Efectivamente: en internet.

 

Llegado este punto tengo que matizar que soy primerizo en esto de tener un perro y no tengo ni la más remota idea en cuestiones de crianza canina, así que todas mis observaciones pueden resultar obvias para un "iniciado" en esta materia, pero para mí han supuesto el entrar en una nueva dimensión.

 

Primer contacto: una chica de Madrid, tiene una camada de cockers de color negro. Llamo. Me contesta una voz amable y de mediana edad. Sólo le queda una hembra "... de la que no pensaba deshacerme, pero mi "Luna" está terriblemente celosa. Mi "Luna", que es la madre del cachorro,  tiene embarazos psicológicos (¡!) y para acabar con ellos el veterinario me recomendó que la cruzara para que tuviera un embarazo real. ¿Tú querías el cachorro con pedigrí?" No tengo ni idea de qué es eso, me suena a algo relacionado con la pureza de raza, así que le contesto con sorna que me da igual, que yo con que tenga cuatro patas y un rabo ya voy bien servido. Mi interlocutora no parece entender la broma, y sigue hablando sin parar: "¿Te importaría si te la quedas que te llamara de vez en cuando para saber cómo está la perrita?" -esto ya me hace menos gracia-. "Igual hasta podríais venir de vez en cuando por Madrid para que madre e hija mantengan el contacto"-. Lo que me faltaba, ir de vacaciones a visitar a la familia del perro. Me excuso diciendo que yo en realidad lo que quiero es un macho de color canela, lo cual parece contrariar bastante a la dueña de "Luna", la perrita con embarazos psicológicos, y me despido atentamente de ella (de la dueña) agradeciéndole su amable charla.

 

Segundo contacto: un móvil de no se sabe dónde, claro. Llamo. Me contesta una voz masculina con ligero acento gallego. Vende un cocker color canela, macho, con cuarenta días (supongo que es la edad del perro aunque en principio, será por deformación profesional, me suena a pena privativa de libertad). Todo va bien, precio incluido. Pero llega la hora de hablar de la entrega. "Tendrías que venir aquí, no los mando por SEUR porque una vez envié uno a Valencia y llegó muerto". Al escuchar esta frase mi mente, al galope, va haciendo algunas deducciones al par que se abren nuevas interrogantes:

 

  1. No sabía que se podían enviar perros por SEUR, habrá que tenerlo en cuenta.
  2. Debe ser muy traumatizante abrir un paquete y encontrarte un perro muerto. Yo lo primero que pensaría es que me encuentro en el punto de mira de la mafia siciliana o calabresa.
  3. ¿Dónde demonios estará "aquí"?

 

Opto, no sin cierto miedo por el acento de mi interlocutor, por desvelar la última interrogante. "San Vicente de la Barquera", me dice, "¿tú de dónde llamas?". Por un momento me pasa por la mente la imagen del viaje de vuelta: el menda cruzando la geografía patria en el Vectra con un cocker sentado en el asiento de atrás que no para de protestar y de pedir que pare para echar un cigarro o una meadita, amenazando con hacerlo en el propio asiento. Me excuso alegando la notable distancia a recorrer.

 

Y así cerca de una decena de llamadas a Valencia, Barcelona, Madrid otra vez, ..., con los resultados más dispares, aunque todos adversos a mis intereses. Estoy por entregar la cuchara y admitir sin más que hoy no es mi día. Marco el que me prometo a mí mismo que es el último número, al menos por hoy.

 

Último contacto: otro móvil anónimo. Llamo. Voz de hombre. El "¿quién ehh?" inequívocamente andaluz me da ciertas esperanzas. Tiene dos machos ("hasta ayer tenía diez") color canela, pero "... a las 15.30 salen para Ciudad Real. Si vienes antes te puedo vender uno". Por un momento me viene a la mente la imagen de dos cachorros solos en un andén de la estación con sus maletas esperando para coger el tren a Ciudad Real, pero vuelvo a centrarme en mi problema.

 

Son las 13.00 horas así que de no ser Granada o Córdoba, e incluso arriesgándome a perder diez puntos de golpe (por no hablar de la propia vida, claro) puede que hasta Málaga o Sevilla, capitales en las que puedo estar en menos de dos horas y media, lo tengo difícil. Cruzo los dedos y le pregunto desde dónde me habla. "Jaén, a siete kilómetros de Jaén capital, un residencial llamado "Puente de la Sierra"...".

 

Algunos os reís cuando lo digo, pero me da igual: ¡Dios es grande!. Toda una mañana recorriendo la geografía hispana por teléfono y resulta que el cachorro está a cincuenta metros del chalet de mis padres. Y además más barato que en ningún otro sitio. ¡Si es que no tengo más remedio que creer!.

 

Así que ya tenemos a "Buddy" (léase "Bady") en casa; el nombre, consensuado por toda la familia, fue a propuesta mía en honor al gran Buddy Holly (lástima que no hubiera acuerdo con "Joe", por Joe Cocker, le venía que ni pintado). Otro día os contaré los avatares de estos primeros días con nuestra nueva mascota, que tienen miga, aunque de momento, todos (hasta mi doña, que nunca ha querido perros) estamos encantados. Eso sí, algo me dice que los vecinos no lo están tanto.

 

Cavando (Semana de Pasión II)

Es curioso, pero parece mentira el miedo que la gente del campo le tiene a una azada. O mejor dicho, a trabajar con ella.

En Semana Santa me decidí a adecentar la entrada al cortijo, pues las últimas y copiosas lluvias han animado a la Madre Naturaleza a poner de manifiesto su poderío y esplendor. Al principio la brizna verde cubría cual alfombra esta porción de terreno de no más de cien metros cuadrados, y quedaba hasta bonito. Pero hete aquí que la hierba inicial devino inexorablemente en desgarbados plantones de medio metro de altura que amenazaban con impedirnos el propio acceso, no sólo el pedestre sino también el rodado. A mi sacrosanta, ante semejante panorama, le bastó con dirigirme una de sus miradas incisivas para convencerme de que había que ponerse manos a la obra, y pronto.

Pues dicho y hecho. Haciendo uso de mis precarios conocimientos agrícolas cargué sobre mis espaldas la mochila de aplicar herbicida, preparada con una buena dosis de glifosato, dispuesto a no dejar un matojo vivo. Fue coser y cantar. El problema es que en el campo, como en las cosas de palacio, todo va despacio, y los efectos del herbicida tardan en apreciarse entre siete y quince días. Demasiado para un "culillo inquieto" como yo (la expresión es de mi abuela; así solía llamarme a menudo).

Total, que dos días después de la aplicación y apreciando que, lejos de menguar, el follaje va a más, deduzco el fracaso de la química y opto por medios físicos. Y a la antigua usanza, azada al hombro, un par de manos dispuestas al sacrificio y echándole otro par de ya podéis suponer qué, me dispongo a cavar con ánimo renovado el terreno.

No tarda en llegar el primer vecino que, entre curioso y divertido, me mira como el que contempla algo que hace siglos que no ve. Algo así como cuando vemos esos anuncios antiguos de Coca-Cola o de la Aspirina.

- Pero hombre -dice de inmediato- ¡que te vas a hacer algo!. Eso hay que "curarlo" primero ("curar", en términos agrarios, significa aplicar herbicidas al suelo).

Por no parecer un ignorante miento diciendo que ya lo he "curado" hace unas semanas, pero que al parecer las lluvias recientes han lavado el producto de la superficie de la planta haciendo estéril su aplicación.

- Entonces coge un tractor y lo aras -responde.

Claro, como si eso fuera tan fácil. En fin, sigo a lo mío y el vecino, aburrido, se va. Llega el guarda del coto, segunda visita:

- Oye, que el de la "retro" está ahí tapando las zanjas. Ve y le dices que te allane esto con la máquina, que él tarda un pis-pas y tú vas a echar la mañana y la primera papilla.

Reconozco que la idea me tienta, pero me da corte ir a pedirle un favor a un tío que no conozco de nada y que está aquí un domingo por la mañana currando cuando seguramente lo que más le apetece es estar con su familia o en el bar con los amigos. Así que felicito al guarda por su sagacidad y le agradezco la idea, pero le digo que es poca cosa y ya estoy casi terminando (cuando se puede comprobar a simple vista que me queda casi toda la faena por delante). El guarda, perplejo, se va. Sigo a lo mío.

Una media hora más tarde oigo un motor a mis espaldas y al girarme veo una máquina retroexcavadora acercándose a donde yo estoy. Al llegar a mi altura se detiene y se apea el maquinista.

- Que me ha dicho el guarda que querías que te allanara esto antes de irme, y como ya he dado de mano ...

Se lo agradezco pero repito que es poca cosa. El tío insiste:

- Pero hombre, si no es molestia. Esto te lo arreglo yo en un santiamén y se queda mucho mejor que cómo tú lo estás dejando, llanito como el culo de un "chavea".

Los culos de los "chaveas" ("niños" en jaenero) son suaves, no llanos, como es fácil deducir, pero estoy tan cansado que paso de corregir al voluntarioso maquinista que, sin esperar respuesta por mi parte, ya se ha introducido en la cabina de la "retro" presto al desaguisado.

Durante la siguiente media hora la máquina araña el suelo arrancando no sólo la cubierta vegetal de mis desvelos sino la mineral, es decir, sacando a la superficie una ingente cantidad de pedruscos de diversos tamaños que da miedo verlos. En tan corto espacio de tiempo hace diez veces más que yo en dos horas de azada. Después con una barra que lleva adosada en la parte trasera hace unas pasadas y arrastra las piedras dispersándolas por el terreno. Terminado el trabajo el maquinista se baja y mira satisfecho su obra.

- ¿Ves? Limpio como una "batea" (supongo que quiere decir "patena"). Me voy, que me espera la parienta y si se le pasa el arroz me monta la de "dios es pisto" (sin comentarios) y es capaz de dejarme "croquis" (¿grogui?) de un sartenazo en la cabeza.

Le agradezco su intervención y le propongo invitarlo a una cerveza, que me rechaza con el pretexto del arroz, emplazándome para otra ocasión. Teniendo en cuenta el carácter de su parienta no se lo reprocho.

Cuando se marcha contemplo el panorama. Ciertamente el terreno ha quedado limpio y llano, pero de no ser por el tono oscuro de la tierra, se asemejaría más a un paisaje lunar. Como diría mi amigo Johnny, "esto está más pelao que el culo de un mandril". En ese momento hace acto de presencia mi doña (que pese al ruido de la máquina dando pasadas ha permanecido ajena hasta ahora a cuanto estaba ocurriendo) y de inmediato se echa las manos a la cabeza mientras exclama "¿qué has hecho?".  Le explico los recientes acontecimientos pero no parece convencida.

- Pues aquí habrá que plantar algo rápido, esto está horroroso, parece un desierto.

Así que una semana después aquí me veo, de nuevo azada en mano, cavando los agujeros para plantar nada menos que siete árboles en un terreno más duro que la cara de algunos políticos, con las manos hinchadas y llenas de callos y esperando que de un momento a otro llegue algún paisano y me diga: "¡Pero hombre ...!"

P.D.: por cierto, en el patio trasero, donde también apliqué el herbicida y lo dejé actuar diez días sin tocarlo, no queda ni una sola hierba sin necesidad de azada, ni máquinas, ni nada

 

 

Semana de Pasión (I)

No recuerdo nada igual en mi vida. Ni una procesión de Lunes a Viernes Santo debido a la lluvia. Y las únicas que salieron, porque tuvieron suerte: dos el Domingo de Ramos por la tarde porque son novatas y se ve que les hace mucha ilusión (las otras dos que salen ese mismo día, más veteranas, decidieron no jugársela); la otra, la del “Resucitao”, porque sale a mediodía el Domingo de Resurrección (que a las 7 de la tarde estaba lloviendo igual).

Total, no sé ni por qué empiezo esta crónica semanasantera con estos datos cofradieros, si yo no soy ni he sido nunca un “capillita”. Será porque en el fondo, y pese a no estar siquiera en Jaén estos días, sí que me ha impresionado tanta suspensión. Me alegro por mi padre, mira, que a él sí que le gustan las procesiones y el pobre, ingresado en el hospital que sigue, no iba a poder ver ninguna. Pues ni él ni nadie, “a joerse tós”, que diría él.

Pero, como digo, a mí plim. Yo me he organizado mi particular semana de pasión (o al menos, fin de semana largo). Será que echo en falta el sufrimiento desde que no voy al campo (jejeje), o que ya me he olvidado del martirio de la subida al Santuario, el caso es que lo pensé sobre la marcha el mismo jueves por la mañana, mientras preparaba mi ropa y cosas que iba a llevarme al cortijo para todo el finde:

“Discos, hummm, a ver:  “Amazing Grace” (recopilación de todos los gospels que grabó Elvis), éste no puede faltar, muy propio para estas fechas; “Tapestry”, de Carole King, este disco es mi debilidad, hasta suena distinto cuando se oye junto a una chimenea con un buen libro entre las manos; haced la prueba si no me creéis; “Queen: Greatest Hits vols. I, II y III”, concesión a la doña, que seguro que luego protesta; “19 días y 500 noches” y “Dímelo en la calle”, de Joaquín Sabina, para “escuchar” algo de poesía”.

“Ahora la lectura: a ver, el primero en lista de espera es “La sombra del viento”, de Ruiz Zafón, pero no sé, lo veo muy “tocho” y la crítica de la doña no fue muy buena (la doña y yo solemos coincidir casi siempre en gustos literarios; afortunadamente no es en lo único, de momento). Siguiente en espera: “Brooklyn Folies”, de Paul Auster; oí una gran crítica en la radio y lo compré, pero lo he ojeado varias veces y no me inspira mucha confianza. Nada, tiene que ser algo ameno y poco sesudo, no tengo ganas de “calentármela” mucho estas vacaciones. A ver, a ver, tiene que haber algo por aquí. Hace siglos que no leo un libro y con la navidad y mi santo por medio, seguro que algo nuevo ha debido entrar en estas estanterías. ¡Premio! Éste puede valer: “Sabina en carne viva”, pseudo memorias del flaco. Creo que me lo regaló mi hermana esta navidad, uno de esos libros que ojeas las fotos cuando te lo regalan y lo aparcas en la estantería no dándole la menor oportunidad salvo casos de fuerza mayor. Vale, como opción literaria seguramente dejará mucho que desear, pero se trata de pasar el rato, y mi paisano el de Úbeda tiene una forma ácida y directa de contar las cosas que resulta amena, se esté o no de acuerdo con lo que dice. Y si fracaso en la elección, más a mano no puedo tener el fuego este finde, jejeje.”

“Bien, ¿qué más?: cámara de fotos, pilas recargables, kit de lentillas, gafas de ver y de sol, tabaco ...

-          ¡Un momento! –yo conmigo mismo- ... ¿Y si ...?

-          No, no, no, se trata de descansar y relajarse.

-          Venga hombre, ... ¡échale huevos!, la ocasión es fenomenal: solo, aislado, sin tiendas ni bares alrededor durante cuatro días seguidos y ... ¡sin tabaco!. Como empujón inicial para dejarlo la ocasión no puede ser mejor...

-          ¡Que no, que me conozco! ¿Qué necesidad tengo yo de semejante martirio?

-          ¿Que qué necesidad tengo? ¡Toda! Sé que lo tengo que dejar, tarde o temprano, este finde es ideal para intentarlo. Nadie que fume a tu alrededor, ni tentaciones de ningún tipo. ¡Vamos!

-          ¡Que no, joder! Que me va a dar el mono y me voy a poner de muy mala leche, e igual acabamos como en la película “El Resplandor”, yo persiguiendo hacha o cuchillo en mano (que tampoco me acuerdo muy bien) a la doña y las niñas con la olla totalmente ida y presa de la ira.

-          Piénsalo bien... ¡cuatro días! Sabes de sobra que lo peor son los tres primeros, son los más difíciles. ¡Fíjate qué ocasión! ¡Nada ni nadie alrededor que te lo recuerde!

-          Bueno, vale, pero con una condición: no me mentalizaré de que he dejado el tabaco, sino que estoy intentando dejarlo. Así, si fracaso, no me sentiré tan mal como en otras ocasiones.

Y de esta forma puse rumbo al cortijo dispuesto a empezar mis vacaciones de Semana Santa con mi familia, buena música, buena lectura y .... ¡sin tabaco!

(continuará)

Novedades

Hoy he incorporado algunas novedades a este blog, como ya habrán comprobado los asiduos al mismo (me consta que los hay).

He empezado por cambiar el careto del autor. ¿Que por qué he puesto esa foto?. Vamos, es la mejor que me han hecho en mi vida, a partir de ahí comenzó el declive, jejeje. En todo caso no me negaréis que es mucho más personal que la que había antes.

También he puesto algunos gifs animados en los enlaces. ¿Por qué?. Porque estaba aburrido y me ha parecido que así se le da más dinamismo a la página. Seguro que dentro de un tiempo me hartaré de ellos y los cambiaré o simplemente los quitaré. Por ejemplo los dos últimos, de nueva añadidura, que son los dos vehículos en los que paso más tiempo. Chulos, ¿verdad?.

También he cambiado la descripción de la página, y he incluido algunos comentarios en la sección "Acerca de". Total, da igual, ese apartado no lo lee nadie.

Y por último he incorporado un contador de visitas. ¿Para qué?. Para deprimirme corroborando que esta página no la visita nadie más allá de un par de incondicionales a los que no puedo sino agradecer su dedicación, esfuerzo y entrega.

Y ya está. Llueve. Por tercera tarde consecutiva no han salido las procesiones y la visita que esperaba en el despacho me ha dejado plantado. Lo dicho: esto de contar las visitas resulta a veces deprimente.